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Como el de sus antecesores desde 1989, el discurso inaugural del presidente de la República, Santiago Peña, ha sido una exposición de buenas intenciones que, en líneas generales, podría concitar el aplauso de la mayor parte de la población. Mencionó varios de los más graves problemas nacionales y esbozó soluciones que parecen sensatas, siendo de lamentar que no se haya referido, en presencia de los jefes de Estado brasileño y argentino, Luiz Inacio Lula da Silva y Alberto Fernández, respectivamente, a un asunto tan prioritario como la revisión del nefasto Tratado de Itaipú y a otro tan irritante como el arbitrario “peaje” en la hidrovía. Resulta que en la región se necesita algo más que “mejorar el funcionamiento del Mercosur”. Si de omisiones se trata, el nuevo Jefe de Estado aseguró que buscará “consensos para el bien común”, pero también que ejercerá un liderazgo “firme y ético”, lo que sugiere –felizmente– que no aceptará instrucciones de terceros y que no se ensuciará las manos.
Es bueno que se haya ocupado de la corrupción, afirmando que exigirá rigurosas rendiciones de cuentas y que administrará los recursos con eficacia y transparencia, pero no tanto que se haya olvidado del contrabando en auge, una de las deplorables consecuencias de ese “fantasma”, según lo calificó. Expresó también su creencia de que “los problemas de corrupción se resuelven con una Justicia independiente, imparcial y rápida”, así como con “políticas pro transparencia”; sin duda, el hecho de que ella carezca de esos atributos, en gran medida a causa del poder político, alienta el latrocinio desaforado. Queremos interpretar estos dichos en el sentido que el Poder Ejecutivo evitará inmiscuirse en el Judicial, así como en el Ministerio Público, sin dejar de combatir el flagelo mediante la Auditoría General y tres secretarías dependientes de la Presidencia de la República.
Las “redes criminales transnacionales” del narcotráfico y de la trata de personas implicarían un desafío estratégico, que requiere la cooperación regional: el discurso comentado no les dedicó muchas líneas a los grupos mafiosos insertos en las entidades públicas, siendo de esperar que la parquedad no suponga hacer la vista gorda ante esa alarmante realidad. Con todo, el orador afirmó que “vamos a trabajar duramente para que la política deje de ser una tentación para el crimen organizado”, lo que implica admitir la obviedad de que hay delincuentes disfrazados de políticos y tolerados por quienes en verdad lo son.
El flamante Presidente de la República no habló de la congelada reforma del Estado, aunque de sus propias palabras surja esa urgente necesidad; se ocupó sí –con elogiable énfasis– de los desastrosos sistemas educativo y sanitario, así como de la creciente inseguridad.
En cuanto a la educación, desechó los “remiendos en infraestructuras obsoletas” y abogó por erigir “centros de excelencia educativa en cada distrito”. En su atinada opinión, “poco o nada hacemos para mejorarla”: reafirmó su compromiso de involucrarse “personalmente” en la gestión educativa, fijando prioridades y asignando recursos oportunos. En materia de salud, subrayó el correcto uso de los recursos y prometió que los centros de atención tendrían los equipos y la infraestructura adecuados; aquí volvió a aludir atinadamente a la corrupción: una sala de terapia intensiva “puede ser el negociado de un mal Gobierno”, a costa de “las verdaderas necesidades”. Para reducir la inseguridad, hizo bien en anunciar que “habrá más efectivos en las calles, menos en las oficinas”, que se utilizarán más tecnologías, que se mejorará el entrenamiento y que se gestionará mejor al personal: le faltó agregar que se combatirá la corrupción policial.
En cuanto a la economía, apuntó a generar con el sector privado al menos 500.000 empleos de calidad, todo un desafío que mucho dependerá de la capacitación de la mano de obra. La cuestión sería tener un Estado eficaz, limitado en su tamaño e injerencias, que haga respetar la propiedad privada, pero que a la vez bregue con el fin de que “cada ciudadano” acceda a ella; para eso debería servir también la reforma agraria, signada por el continuo fracaso e ignorada en la alocución de ayer, al igual que las problemáticas de la niñez y de los pueblos indígenas, dos sectores con serias carencias de diverso orden.
Satisface, en fin, que esté convencido de que “los problemas de la democracia se arreglan con más y mejor democracia” y de que la incapacidad o ausencia del Estado se arreglan con mejores políticas públicas, ejecutadas con el capital humano y las reglas e instituciones idóneas: si es así, tiene mucho trabajo por delante. Le deseamos éxitos, por el bien del país.