La educación pública es un desastre

Abundan las discrepancias sobre la marcha del país, pero reina un consenso acerca de que la educación pública es un desastre, que no han logrado tan siquiera paliar los 22 ministros de la cartera que se han sucedido desde 1989, cuando empezó la llamada “era democrática”. Los gravísimos problemas que afronta resultan harto conocidos, pero no son abordados con la idoneidad, la honestidad y la energía necesarias para que las nuevas generaciones tengan un buen futuro en un mundo globalizado, en el que el conocimiento se torna cada vez más importante. Se espera que el futuro Gobierno consiga ordenar la casa y ponga fin a una ya larga y pesada cadena de fracasos, que condena al país a la pobreza.

Cargando...

Abundan las discrepancias sobre la marcha del país, pero reina un consenso acerca de que la educación pública es un desastre, que no han logrado tan siquiera paliar los 22 ministros de la cartera que se han sucedido desde 1989, cuando empezó la llamada “era democrática”. Los gravísimos problemas que afronta resultan harto conocidos, pero no son abordados con la idoneidad, la honestidad y la energía necesarias para que las nuevas generaciones tengan un buen futuro en un mundo globalizado, en el que el conocimiento se torna cada vez más importante. Resulta engañoso que la tasa de alfabetización sea del 94,5%, atendiendo la pésima calidad de la enseñanza y el prematuro abandono de las aulas provocado por la pobreza.

Siete de cada diez paraguayos de quince años son incapaces de entender lo que leen. La viceministra de Culto, Zulma Morales, propugna una “reforma curricular”, porque –literalmente– “los estudiantes no están aprendiendo a leer y un niño que no lee y no escribe, no razona matemática, porque no comprende, no entiende ciencias ni salud”. En verdad, resulta difícil entender la frase. Por otra parte, la educación pública no es en realidad gratuita, pues las familias de bajos ingresos destinan a ella la mitad de sus recursos. En verdad, no “se garantizan el derecho de aprender y la igualdad de oportunidades al acceso a los beneficios de la cultura humanística, de la ciencia y de la tecnología, sin discriminación alguna”, como quiere la ley suprema.

A menudo se deplora que el Estado ignore la sugerencia de la Unesco de que se destine a la educación pública una suma equivalente al 7% del producto interno bruto, dado que hoy ese porcentaje llega solo al 3,5%. La organización civil Juntos por la Educación estima que habría que invertir 3.200 dólares por cada uno de los 1.500.000 alumnos inscriptos en centros educativos públicos y privados subvencionados, pero ocurre que el año pasado el Gobierno ejecutó solo unos modestos 493 dólares per cápita, en conceptos tales como alimentación escolar, infraestructura y “servicios personales”. Sin duda, no estaría mal sextuplicar el gasto, si fuera posible, pero el drama radica no solo en la falta de dinero, sino también en la ineptitud, la corrupción, la indolencia y –no por último– el partidismo, vicios propios de todo el aparato estatal.

El ministro de Educación y Ciencias, Nicolás Zárate, reconoció en febrero que fracasó en su intento de lograr una mayor inversión en el sector, que este año no habría recibido ni un centavo para nuevas obras de infraestructura pese a las tremendas carencias. “Como mínimo, necesitamos unos 410 millones de dólares solo para que no se caigan los techos, no se hundan los pisos, los baños funcionen y haya seguridad”, dijo, una inversión de la que también serían responsables los intendentes y gobernadores que ejecutan recursos del Fondo Nacional de Inversión Pública y Desarrollo (Fonacide). Aclaró que no estaba hablando del aspecto pedagógico.

En efecto, si habláramos, por ejemplo, de la urgente necesidad de capacitar a los docentes, generalmente interesados solo en mejorar sus ingresos, tendríamos que recordar, entre otras cosas, sus vergonzosos resultados en los exámenes de evaluación y su gran afición a intervenir en campañas electorales con el fin de conquistar o retener algún “rubro”: si hay personas alfabetizadas que no comprenden lo que leen, hay educadores que no saben enseñar, aunque hayan recibido un título del Instituto Superior de Educación tras haber arrastrado las deficiencias de la educación primaria. Para peor, no son conscientes de sus limitaciones, ya que, de lo contrario, se esforzarían por capacitarse, aunque más no sea por sí mismos.

El Ministerio destina el 90% de su Presupuesto de 1.150 millones de dólares al pago de salarios de 80.000 docentes, que parecen muchos, aunque haya aulas que carecen de ellos; si se agrega el porcentaje devorado por los funcionarios, es comprensible que carezca de fondos no solo para reparar instalaciones, sino también que le falten 97 millones de dólares para tener equipos técnicos y mejorar la calidad de los recursos humanos en cada uno de los 8.848 centros educativos públicos. Así lo dijo la viceministra de Educación, Alcira Sosa, para quien “la falta de recursos y la necesidad de capacitación continua de docentes es innegable”. El problema de siempre sería la escasez de dinero, mientras aumentan el déficit fiscal y el endeudamiento del país.

El ministro Zárate sostiene que si se quiere una mejor educación pública, hay que pagar más impuestos, dado que la carga tributaria sería muy baja. Pero una mayor recaudación no contribuiría a liberar al país de la ignorancia, que tanto favorece a los politicastros que engañan al pueblo, si fuera consumida en buena parte por los ladrones, los haraganes y los ineptos, instalados también en los ministerios, y no precisamente por sus méritos y aptitudes. La calidad del gasto público depende tanto de su correcta distribución entre las diversas áreas gubernativas, como de su eficiente administración dentro de cada una de ellas. Se espera que el futuro ministro Luis Ramírez, psicólogo y orientador educacional, consiga ordenar la casa y ponga fin a una ya larga y pesada cadena de fracasos, que condena al país a la pobreza.

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...