La inseguridad en el país es angustiante, señor ministro

El ministro del Interior, Federico González, se jactó hace unos días, con base en un informe de la fundación InSight Crime, de que “el Paraguay es el segundo mejor país en materia de seguridad en toda Latinoamérica”, porque el índice de asesinatos sería de solo 6,2 por cada cien mil habitantes. Sin embargo, en los últimos años, el número de atentados contra la propiedad y contra la integridad física han aumentado notablemente, tanto que resulta riesgoso tener un local de ventas o aventurarse en horas de la noche por calles de los barrios o caminos vecinales. Pero, entre guardias y seguramente vehículo blindado, él no corre peligro de ser asaltado en la vía pública o en la sede de sus funciones.

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El sicario Marcio Ariel Sánchez (Aguacate), imputado en varias causas abiertas por homicidio y lavado de dinero, murió acribillado en Pedro Juan Caballero; habría sido el criminal más buscado del país, pero se paseaba por la ciudad en lujosas camionetas, acompañado por sus matones, según los pobladores y el propio intendente Ronald Acevedo, cuya hija fue una de sus víctimas mortales. No sorprende que crímenes de esta naturaleza se hayan cometido en la capital del Amambay, quizá en el marco de un ajuste de cuentas entre bandas mafiosas del narcotráfico, pues dicho departamento es uno de los más inseguros del país, desde hace largas décadas.

La sanguinaria práctica del sicariato se ha extendido más allá de sus límites, como surge de que un narcotraficante haya sido asesinado hace unos meses en el estacionamiento de un supermercado de Asunción. Claro que la inseguridad reinante –un hecho objetivo que dista de ser una mera “sensación”, como decían algunos ministros del Interior anteriores– no solo es provocada por los homicidios, sino también por hechos punibles como los hurtos y los asaltos a mano armada, cometidos muchas veces bajo el influjo de drogas ilícitas. Y, sobre todo, cuántos de estos hechos violentos no son denunciados por las víctimas, ya que eso les impone a represalias, o a la necesidad de poner un abogado, a más de gastos judiciales, que no están al alcance de muchos.

Vale apuntarlo porque el ministro del Interior, Federico González, se jactó hace unos días, con base en un informe de la fundación InSight Crime, de que “el Paraguay es el segundo mejor país en materia de seguridad en toda Latinoamérica”, después de Chile, porque el índice de asesinatos sería de solo 6,2 por cada cien mil habitantes.

La cuestión es que, en los últimos años, el número de atentados contra la propiedad y contra la integridad física han aumentado notablemente, tanto que resulta riesgoso tener un local de ventas o aventurarse en horas de la noche por calles de los barrios o caminos vecinales; los motoasaltantes proliferan y los prestadores de servicios de movilidad, pedidos mediante una “aplicación”, suelen ser atracados. Solo los diarios de ayer tienen varios casos violentos, entre los cuales figura que ladrones se llevaron 24 millones de guaraníes de la vivienda ¡de una suboficial de policía! en Ypacaraí, que una gavilla asestó un millonario golpe a una galería de Ciudad del Este, que un sicario fue atacado a balazos en Pedro Juan Caballero, y que motochorros asaltaron a tiros a un guardia de seguridad en un local ubicado en el camino Luque-San Bernardino. Durante la semana anterior también fueron ultimados por asaltantes dos trabajadores de una estancia de Sargento José Félix López (Puentesiño).

La propia Policía Nacional (PN) admite que la inseguridad existe, pero no acierta en tomar las medidas adecuadas para al menos reducirla. La institución tiene unos 28.000 efectivos, los que no parecen pocos para un país de unos 7.400.00 habitantes, dado que la relación óptima sería de uno por cada 300. Con toda razón. Mucha gente no confía en la honestidad ni en la eficiencia de los agentes policiales.

El ministro del Interior, que viene de la carrera diplomática, debería ocuparse de hacer que la Comandancia de la PN ponga la casa en orden, en vez de intentar convencer a la ciudadanía de que la seguridad interna del Paraguay es muy buena. Entre guardias y seguramente vehículo blindado, él no corre peligro de ser asaltado en la vía pública o en la sede de sus funciones. No ha de ir a la noche a la despensa del barrio, a diferencia del común de la gente, de modo que ignora la “sensación” de poder convertirse en víctima de unos delincuentes que entran y salen de unas cárceles desde donde se encargan homicidios, según reconoció el comandante de la PN, Gilberto Fleitas. El ministro puede estar tranquilo, mientras la generalidad de sus compatriotas debe temer con encontrarse con algún malviviente, en cualquier lugar. Pero no solamente en los barrios, ya que hasta en la calle Palma se ha denunciado asaltos de pirañitas y chespiceros.

El dato que lanzó el ministro González no servirá para ocultar que la inseguridad reinante es uno de los más acuciantes problemas nacionales. Los hechos punibles publicados y ocurridos en corto tiempo ya bastan para advertir una realidad inquietante; la cuestión se agravaría si a ellos se sumaran los desconocidos, por no haber sido denunciados por las víctimas. La conjunción entre el crimen organizado y la delincuencia individual o pandillera hace que el temor se expanda entre las personas de bien. La probabilidad de ser asaltado o hasta ultimado no es baja, de modo que se entiende la expansión de los servicios de seguridad privada, así como la instalación de cámaras y –lamentablemente– la formación de “comisiones garrote”. Los pequeños comerciantes de los barrios atienden tras las rejas de sus ventanas.

La vida, la libertad y los bienes de las personas no están siendo suficientemente amparadas por el Estado, que debe conservar el monopolio de la fuerza legítima. Esa misión esencial tiene que ser cumplida con todo vigor, en el marco de la ley, para que la gente pueda vivir sin miedo, como es su derecho. El Gobierno venidero hará bien en dedicar grandes esfuerzos a la lucha contra el crimen, organizado o no, para lo cual debería tomar nota de lo que los gobernados sienten cada día, incluso cuando permanecen en sus casas: la “sensación” de poder convertirse en víctimas en cualquier momento, tanto en la ciudad como en el campo.

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