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Haciendo lugar a una acción de amparo, el juez penal de Garantías Humberto Otazú suspendió atinadamente una apresurada licitación pública del Instituto de Previsión Social (IPS), que apuntaba a tercerizar el servicio de lavado y limpieza de sus ropas hospitalarias, durante diez años y a un costo estimativo de nada menos que 484.885 millones de guaraníes (67 millones de dólares). En efecto, el llamado no estaría plenamente justificado y amenazaría varios derechos constitucionales, pues faltan medicamentos e insumos y hay retardos en la atención de los asegurados, por lo demás de baja calidad. Según el juez, en emprendimientos de tanta envergadura deben primar la prudencia y la claridad en los parámetros, así como en los fundamentos técnico-económicos.
Por su lado, la Dirección Nacional de Contrataciones Públicas (DNCP) anuló la adjudicación de un contrato por valor de 758.200.804 guaraníes, hecha por la Dirección Nacional de Aeronáutica Civil (Dinac) a favor de Agroindustrial Tacuara SA (representada por Julio César Villalba Argüello) para completar las obras faltantes en un espigón del aeropuerto internacional Silvio Pettirossi y reparar otras mal hechas por Estructura Ingeniería SA (representada por Alberto Palumbo), cuyo contrato había sido rescindido por incumplimiento del mismo, tras haber cobrado 18.347 millones de guaraníes. Lo absurdo aquí es que la DNCP definió recién el 10 de mayo una protesta formulada en marzo, cuando la firma ganadora ya había ejecutado el 90% de los trabajos: su promotor no pidió suspender los trabajos, pero la ley autorizaba a la DNCP a suspenderlos si hubiera indicios serios de actos ilegales o si la continuación del proceso contractual podía dañar a la Dinac y la medida no afectaría el interés social ni normas de orden público. La Dinac planteó el 19 de mayo un recurso de reconsideración, aunque lo resuelto en una protesta deba impugnarse ante el Tribunal de Cuentas.
Estas dos muestras de los graves problemas que pueden surgir con motivo de una contratación pública tienen que ver con la necesidad de realizarla y con la negligencia de la entidad convocante. La primera cuestión tiene relación con el derroche o hasta con alguna corruptela en ciernes, como cuando se alega una extrema urgencia inexistente como pretexto para llevar a cabo una expeditiva contratación directa, en la que la transparencia y los controles se reducen notablemente. Aunque el IPS pretende recurrir a una licitación pública, no habría justificado debidamente la necesidad de tercerizar un servicio: los asegurados sufren carencias apremiantes, que merecen una atención prioritaria. La racionalidad del gasto público supone optimizar el empleo de los fondos disponibles, más aún cuando el órgano convocante atraviesa una gravísima crisis financiera; ella debe reflejarse en el Programa Anual de Contrataciones, que debe ser puesto a disposición de los interesados.
El despilfarro es tan nocivo como la corrupción lisa y llana; no es raro que vayan juntos, como cuando se amaña una licitación pública para contratar servicios o adquirir bienes que no son indispensables: las operaciones direccionadas hacia cierto oferente, mediante la manipulación del pliego de bases y condiciones, son corruptelas habituales, en las que intervienen sinvergüenzas de los sectores público y privado, siendo de lamentar que no sean impugnadas con la debida frecuenta por los empresarios honestos ni por sus organizaciones gremiales. También la ineptitud y la negligencia, como las exhibidas por la propia DNCP y la Dinac, son lacras que cuestan mucho dinero a los aportantes o contribuyentes.
Además, la demora suele tener un alto costo, tan es así que los proveedores suelen elevar sus precios, suponiendo –muchas veces con razón– que los pagos se harán con bastante atraso; no se trata de un sobrecosto imprevisto, sino de una suerte de interés punitorio anticipado, calculado por los oferentes. A ello se suman el reajuste de precios, cuando durante la ejecución del contrato varían los precios en un valor igual o mayor al 15% sobre la inflación esperada para igual periodo y, en materia de obras públicas, el rutinario costo adicional de hasta el 20% del monto y plazo pactados, habitualmente vulnerados.
Se espera que la Ley de Suministro y Contrataciones Públicas contribuya a poner coto a los groseros desmanejos en esta grave cuestión, de modo que la DNCP y la Justicia impidan, fundados en ella, que el dinero de todos sea malversado o derrochado, incluso durante una emergencia sanitaria. Curiosamente, la ley citada dice en su art. 157 que “el Poder Ejecutivo (...) dictará el decreto reglamentario (...) dentro del plazo de 120 días a partir de su entrada en vigencia”, pero en el art. 160 dispone que ella “entrará en vigencia a partir de la publicación del decreto reglamentario”: se nota así que no solo hay problemas con el contenido de los actos administrativos, sino también con la coherencia de las leyes.
Lo que llama poderosamente la atención es que abunden las licitaciones que parecen hechas para robar. Es inconcebible que a estas alturas las instituciones públicas no puedan preparar bases y condiciones suficientemente claras, o que las propias leyes provoquen dudas que benefician a los sinvergüenzas. Es tiempo de cuidar el dinero de los contribuyentes y enviar a la cárcel a los ladrones que se apropian de él con malas artes.