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Prácticamente no pasa un día sin que se haga público un caso de abuso sexual o de maltrato infantil. Resulta espeluznante conocer los casos, y es doloroso enterarse de los detalles. Su sola lectura provoca repulsión y genera una herida en el alma que ni siquiera se puede comparar con la que deberán sufrir de por vida los sobrevivientes de esos ataques.
Y más doloroso aún es comprobar que la gran mayoría de esos ataques se dan en el entorno familiar. Los perpetradores son generalmente personas muy cercanas a sus víctimas, a quienes vejan y amenazan para que no hablen, por eso muchos de esos casos no salen a luz.
Ya en agosto de este año el Ministerio Público había recibido 3.860 denuncias sobre delitos contra niños, niñas y adolescentes. Concretamente 2.380 tenían relación con casos de abuso sexual infantil.
De acuerdo con un recuento del Ministerio Público y el Ministerio de la Niñez y la Adolescencia, el número de denuncias de abuso sexual en niños, niñas y adolescentes no hizo más que crecer desde el año 2016. Ese año se presentaron 2.075 denuncias de ese tipo, mientras que el año 2021 cerró con 2.847.
Por supuesto, este es apenas un subregistro, ya que miles de otros casos quedan en la oscuridad. Algunos para siempre, y otros hasta que la víctima tiene la capacidad y cobra el coraje de hacer una denuncia, tal vez muchos años después.
¿Hay realmente más casos o se puede considerar, como aseguran los responsables de las políticas para el sector, que las campañas para que los niños víctimas de abuso sexual sean capaces de reconocerse como tales y denunciar? Sea cual sea la respuesta, lo cierto es que ocurra un solo caso es espantoso e injustificable, inaceptable, más aún cuando existe una amplia legislación y una serie de instituciones y organizaciones cuya razón de ser es precisamente impedir que ocurran estos deleznables hechos.
Estamos hablando de la Secretaría Nacional de la Niñez y la Adolescencia (SNNA), el Consejo Nacional de la Niñez y la Adolescencia, los Consejos Departamentales y Municipales de la Niñez y la Adolescencia y las Consejerías Municipales por los Derechos de niñas, niños y adolescentes (Codeni), entre otros. Son una cantidad de instituciones, con presupuesto del Estado, que juntas conforman el impresionante Sistema Nacional de Protección y Promoción Integral de la Niñez y la Adolescencia (SNPPI). Y está claro que por separado y en conjunto tienen una terrible deuda con la niñez, porque no están cumpliendo con su tarea.
Pero no solo ellos integran este circuito que debería proteger a los niños y que falla drásticamente. En esta tarea de cuidado, protección y reparación también entran la Policía Nacional y el Poder Judicial, que ningunean y revictimizan a los niños y niñas víctimas de abusos sexuales y de este modo los vuelven a castigar.
Todos los mencionados conforman un conjunto de adultos que debería tener vergüenza de existir en un país donde la niñez vive tan desprotegida y vulnerada por otros adultos que en la mayoría de los casos se las arreglan para vivir impunes.
Pero no solo las instituciones públicas son responsables del cuidado de la integridad de la niñez.
Qué importante sería que todos –aun aquellos que no tienen hijos, o aquellos cuyos hijos ya son adultos– se detengan a pensar en cuál es su rol en el proceso de asegurar que en su entorno crezcan niñas y niños sanos, que puedan disfrutar de esa etapa de su vida íntegros, exentos de toda agresión.
En este caso no basta con ser o considerarse a uno mismo “bueno”, libre de toda culpa, por el simple hecho de no ser un agresor.
Hay muchas cosas que como individuos podemos hacer para frenar esta horrenda epidemia que vulnera a los más chicos y protegerlos dentro de nuestras posibilidades como vecinos, familiares, amigos, docentes, profesionales de la salud u otros vínculos.
Si una niña o niño confía en un adulto al punto de compartir con él una situación que lo atormenta, en la que es lastimado, ese adulto no puede de ninguna manera defraudar esa confianza y quedarse callado, solo para evitar problemas, por “no meterse”.
Allí el rol de los docentes y de los profesionales de los servicios de salud es fundamental. Ellos tienen –o deberían tener como parte de su proceso de formación– las herramientas para detectar casos y conocen –o deberían conocer– los protocolos para que exista el seguimiento correspondiente, la víctima sea protegida y el perpetrador sea apartado y castigado.
Pero aún quienes no cumplen esos roles deben estar atentos a las llamadas de atención y obrar en consecuencia. No es tiempo de “no meterse”, si quien está en peligro es un menor indefenso.
El abuso sexual infantil no puede seguir ocurriendo y debe ser desnaturalizado y penalizado con toda la fuerza de la ley. Los niños deben recibir información adecuada para su edad y saber que existen instancias y mecanismos para protegerlos.
Todas estas funciones recaen en las instituciones que mencionamos más arriba, cuyos responsables tienen una misión gigante de compromiso con la niñez. Si no están dispuestos a cumplirla deben dar un paso al costado, porque cada niña y niño lastimado representa una herida abierta que precisa sanar.