Stipanić, de 50 años, es guía turística, aunque también lleva a excursionistas como capitana de un barco a través de la bahía de Kvarner hacia la ciudad portuaria de Rijeka, Croacia.
En Opatija conoce cada piedra y cada detalle de la historia. Esta comenzó en la Edad Media, con un monasterio benedictino. Sobre el recinto de la abadía, la Iglesia de San Jacobo recuerda esos inicios.
La nobleza preparó las bases del turismo, que comenzó realmente en 1889 con el nombramiento imperial de Opatija como balneario en el Adriático.
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“Aire y mar” fueron decisivos, recuerda Stipanić, y no las aguas termales como en otros casos. El clima templado se debe a la cadena montañosa de Učka, que protege a Opatija de los vientos del oeste.
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Lugar de esparcimiento de la alta sociedad
“Opatija fue el segundo balneario más grande de la monarquía, solo superado por Karlovy Vary”, destaca Stipanić. El lugar se convirtió en la playa de la alta sociedad, con descripciones como la “Viena junto al mar” o la “perla del Adriático”. La afluencia comenzó cuando Opatija fue conectada con la cercana red ferroviaria.
Mansiones históricas, los doce kilómetros del paseo Lungomare junto al Adriático y el monumento costero “La joven de la gaviota” figuran entre los emblemas de Opatija. Los acebos echan su sombra sobre los muros de color amarillo dorado de las casas. Florecen las buganvilias, el laurel rosa, las magnolias.
En el parque de la ciudad hay murales que recuerdan a visitantes famosos como el compositor Gustav Mahler, el escritor James Joyce, el científico Albert Einstein o el astro de Hollywood Kirk Douglas.
Stipanić dice que los primeros “embajadores del marketing”, como los llama, fueron la princesa Estefanía de Bélgica, esposa del príncipe heredero del imperio austrohúngaro, y el archiduque Rodolfo de Habsburgo. “Luego, todos les siguieron”.
Los locales, en cambio, se convirtieron en ciudadanos de segunda, lo que opaca un poco el mito de Opatija.
Cuando se planificó el paseo Lungomare, en el barrio periférico de Volosko, del que es oriunda Stipanić, hubo “conflictos con los pescadores, que extendían sus redes para que se secaran”. Y añade: “Además, los locales no tenían permitido nadar acá, lo que solían hacer frecuentemente desnudos o en ropa interior. Los visitantes del balneario se quejaban”.
De todas maneras, los baños en el mar no son una de las fortalezas de Opatija. El agua es transparente, como en tantos otros lugares de Croacia, pero ingresar en él en la ciudad solo es posible a través de muelles de concreto y escaleras de metal. Tampoco es un secreto que en algunas mansiones el revoque se está descascarando y que los conductores buscan desesperados un lugar para estacionar.
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Pero sí es posible sentarse a beber un trago confortablemente en el puerto, a donde llegan yates y veleros de nueva generación. En el venerable café Wagner, los camareros se muestran elegantes, con camisas blancas y pajaritas negras.
Un destino cultural en la ciudad alta es la iglesia de la Anunciación, neorrománica, que según una pizarra informativa no es valorada como debería por los habitantes y los visitantes. Cubierta por una cúpula verde, dentro tiene columnas de luces en la zona del altar y los rayos del sol atraviesan las vidrieras de colores.
Vino naranja de ánfora en Kastav
Lejos de la costa, una bonita excursión lleva a Kastav, en las alturas. Opatija se ubica a sus pies. La vista viaja hasta las islas Cres y Krk y a través del verde de las montañas.
En el idílico casco urbano se respira aura e historia. El decorado de piedra se compone de muros medievales, callejones, un pórtico. Las ruinas de la iglesia jesuita ofician ocasionalmente de escenario al aire libre. Hay gatos que se deslizan rápidamente. Los locales invitan a la contemplación. Junto a las entradas de las casas hay macetas de terracota.
En la bodega Plovanić, Dejan Rubesa relata su trayectoria de vida poco habitual: de artículos de leyes al grado de alcoholemia. Antes, este hombre de 59 años trabajaba como abogado al servicio del Estado. Eligió jubilarse anticipadamente y se convirtió en vinicultor con licencia. Quería demostrar el potencial que tenían los vinos blancos locales de Belica, que mucho tiempo se produjeron para consumo hogareño pero nunca fueron realmente valorados.

El Belica es una mezcla de cinco variedades de uva, tres de ellas autóctonas. Rubesa comenzó a realizar experimentos, que su hija Andreja, de 29 años, quien ahora lo ayuda en la bodega, califica cariñosamente de “ideas locas”.
Una de ellas la implementó de la siguiente manera: importó enormes ánforas de arcilla hechas a mano de Georgia y las enterró en el suelo detrás de la bodega, para madurar el vino en ellas. Tras ocho meses bajo tierra, el vino sigue madurando un año en barriles de robles croatas.
El resultado es un vino de color naranja, muy aromático, sustancioso y único. Otra buena razón para visitar Opatija y sus alrededores.