Finalizada la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza (1864/1870), los paraguayos empezamos a hostilizarnos por lo que hicimos o dejamos de hacer durante el conflicto. Y con la pretensión de olvidar nuestras miserias y dolores, inauguramos entonces las discusiones sobre la figura del mariscal López. Para atacarlo o defenderlo; para adjudicarle las culpas de lo ocurrido o para elevarlo hasta los altares de la gloria. Aún lo hacemos, pero aquellas actitudes fueron –en su mayoría– intentos por desalojar viejas broncas o ejercer tardías lealtades. Nadie pudo percatarse en aquellos momentos que nuestras penurias no habían terminado. Que el ¡muero con mi patria! que resonó en Cerro kora solamente acalló el fragor de las armas para que la guerra continuase de muchas formas, hasta que cualquier vestigio de distinción que pudiera propiciar la redención del Paraguay hubiesen terminado. Porque desde entonces se contaminaría su historia, se proscribiría su lengua autóctona y se pondría en entredicho todo lo que sostuviera el orgullo nacional, malherido por el resultado de la contienda. Los vencedores pensaron que exterminado el ejército de López y anulada la voluntad de resistencia del pueblo paraguayo, no se admitiría otra razón que no fuera la que ellos impusieran: “tratados” de límites, “deudas de guerra“, gobiernos “convenientes” y rapiña generalizada.