Vivo en la calle, sucio y hambriento: la triste realidad de un vagabundo

Esta es una historia de ficción: tengo 41 años, vivo mi propio destino en mi hogar que es la calle. Soy un sucio vagabundo, pero también tengo sentimientos; ojalá contara con la posibilidad de cambiar mi pasado y no haber cometido el error de mi vida.

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Me llamo Silvio Gómez, pero las personas me conocen solo como un vagabundo, harapiento, ciruja, mendigo, hombre de la calle, pobre y otros adjetivos que muestran descaradamente mi cruda realidad. Todos los días debo aguantar las malas miradas en el borde de una vereda que es, desde hace tiempo, mi hogar.

Estoy en esta situación por un grave error, el peor que pude haber cometido en mi vida; los vicios, que para muchos jóvenes son diversión, se convirtieron en mi propia ruina. Odio depender de la bebida y otras drogas; sin embargo, ellas y un cartón como manta me hacen compañía en las noches más frías. Sé que nadie merece este tipo de castigo, pero yo mismo me condené a este estilo de vida.

Tengo 41 años; sin embargo, mi cuerpo, ropa sucia y barba me hacen aparentar de 50 o, tal vez, más.

No tengo en dónde morir; cuando llegue la hora de partir de este mundo, ojalá alguno de mis hijos me perdone, se haga cargo de mi cuerpo y, por lo menos, lo ponga en un buen ataúd con una frase: “Olvidado por todos, querido por nadie”.

Tuve una placentera juventud; desearía volver al pasado y evitar algunos errores que cometí y así no encontrarme en esta situación. Recuerdo que mi familia estaba muy orgullosa de mis buenas notas en el colegio y universidad; era un joven positivo y energético, ahora apenas subsisten las ganas de pedir monedas y rogar por algo de comida. Tenía todo lo que quería, salía con amigos, pero todos desaparecieron y me borraron de sus vidas.

Sentía que mi rutina cargada de responsabilidades necesitaba un poco de respiro; elegí la peor distracción y perdí todo. Hace cuatro años pensaba que mi vida ya estaba hecha y podía realizar lo que yo quería, pero el destino me pasó la factura por mis vicios y me enseñó que en un día se puede terminar en la calle, como sucedió conmigo.

A veces hablo solo, pues no tengo nadie con quién compartir. Me acerco a una persona, se asusta, me ignora o me insulta; otras, de corazón misericordioso, me comparten su tiempo, algo de dinero, ropa o un poco de comida para sobrevivir. Lo más desagradable de ser un callejero es, por necesidad, buscar alimento en los tachos de basura.

Lloraría, pero eso no solucionará mi desamparo. Necesito otra oportunidad, pero sé que el destino no me la dará. Ojalá no existan más jóvenes que, por ganas de gozar, pierdan un futuro lleno de ilusiones y esperanzas; yo no deseo esta desagradable vida a nadie.

Por José Peralta (19 años)

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