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Hay tumulto en las calles; el pánico y la desolación son los pilares de un imperio de muerte que gobierna el Paraguay. Sé que estamos en guerra, pero jamás imaginé que ese mar de dolor derrumbaría mi inocencia. Soy Martín y tengo 10 años, provengo de una familia muy humilde y me dedico a cuidar las vacas de mi campo.
Hasta ahora no puedo asimilar cómo el Paraguay próspero y dichoso que me contaban mis abuelos se convierte en un infierno. Aquella nación potencia de los tiempos de don Carlos Antonio López, al parecer, quedará en la memoria de mis mayores y en los viejos cuadernos de escuela.
Yo pensaba que a la guerra solo iban los soldados y que los niños quedaban a cuidar la casa y proteger a mamá. Lo único que conozco de los combates es que familias enteras se sumergen en una amargura insoportable; ni siquiera sé cómo disparar un arma.
Papá murió en la batalla de Tuyutí, él es mi ángel guardián que me custodiará en esta contienda. Cada noche, al ver el cielo lleno de estrellas, medito sobre su abnegada figura y recuerdo una frase que la atesoro en el corazón: “Después de Dios, la patria primero”.
Montado en un elegante caballo, el general Bernardino Caballero nos exhorta a defender el Paraguay con firmeza. Sinceramente, no podía comprenderle porque hablaba muy rápido y yo estaba bastante aterrado por la inminente batalla. Solo una frase del general retumbó en mi cabeza ese 16 de agosto: “Los niños mártires que ofrendan sus vidas por la patria serán inmortalizados como héroes nacionales”.
A lo lejos se asoma un mar de soldados invasores de nuestro territorio. Muchos de mis amigos comienzan a llorar y a aferrarse a los brazos de sus madres. Desearía que esto fuera una pesadilla. Creo que estoy alucinando, porque veo a demonios burlándose de nosotros y subestimando nuestra valentía.
Comenzamos la marcha en el valle de Acosta Ñu; niños, mujeres y ancianos nos congregamos para gritar a los cuatro vientos que el Paraguay no sucumbirá. Tenemos la titánica misión de defender el destino de la estirpe guaraní con nuestras pequeñas y temblorosas manos.
Con escalofríos y pavor abrazo a mamá; sus ojos destilan fuegos y relámpagos. Nunca la vi así, ni siquiera cuando papá murió. Su semblante era similar al de un arcángel guerrero.
Perdí la cuenta de los soldados que maté y me siento un vil homicida. Mis compañeros con quienes compartía tardes de diversión caen de bruces con alaridos que destruyen el corazón. Lentamente, me desplomo al sentir un impacto similar al rayo. Las lágrimas inundan mis mejillas y la sangre baña la tierra inmaculada de Acosta Ñu. De lejos veo a mamá luchando y cierro los ojos con una sonrisa. Abrazaré a papá y pediré a Diosito que nunca más los niños sean obligados a usar armas en una guerra.
Por Víctor Martínez (19 años)