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A esas flores rojas, blancas y azules ¡las debo tener bien preparadas! “El sueño se está por cumplir y nada puede detener los planes de la gran revolución”, eso pensaba hasta que Pedro Juan Caballero abrió la puerta, con una cara desmotivada y preocupada.
“Me informaron que fuerzas portuguesas llegarán al Paraguay, no podemos permitir que esto suceda, la revolución debe ser esta noche”, advirtió Caballero y las miradas de todos en la sala fueron sorpresivas. De a poco, cuando Pedro hablaba más, esos rostros se convirtieron en convicción, aunque el mío, en desesperación.
Para ellos, el renacer de una nación libre era un deber y, por eso, ni Pedro Juan, ni los Martínez, ni Iturbe dudarían en dar sus vidas por esta causa. Para mí esto era un sueño, uno al que podría renunciar en este momento difícil, pero al notar sus miradas severas y llenas de convicción, me dije “no seré la única débil, al menos no ahora”.
“¡Las flores, cierto, deben estar listas!”, recordé. Me levanté y, antes de salir, Pedro Juan me confió un último deber. “Juana María, cuando el plan se haya concretado y todo haya pasado, vas a ser quien toque las campanas de la iglesia”, me dijo mientras me hacía sentir que el trabajo más importante era el mío.
Mis ojos se volvieron a la certeza de los señores de la sala, cuando salía de la casa. Ellos no habían esperado a que se les diga cómo tenían que planear y movilizarse, aunque en el fondo tenían la duda de qué resultaría esta noche. De repente, así como el repicar de las campanas que esta noche yo tocaría, resonaban las órdenes y corrían las voces: “¡Andá e informá al Dr, Francia!”,“avisá a nuestros aliados de la infantería” y “¡apresurate, ya!”.
Al oscurecer, llegamos con Pedro Juan a la iglesia, las campanas que él tocó indicaban el comienzo de una noche eterna, pues yo sola me quedaría allí, viendo desde lo alto lo que sucedía en las calles. La preocupación me visitó mientras mis únicas esperanzas recaían en esas flores que me rogaban que no las soltara.
Bajo el sueño de libertad y el mando de Pedro e Iturbe, pululaba la inquietud en las calles. A la luz de la luna vi a soldados repartir armas a civiles y noté que pasaron dos cañones frente a la iglesia, que viajaban convencidos de intimar a Velasco. En mi cabeza armé mil historias de lo que podía acontecer y mi único arrullo antes de terminar ka madrugada vino a mí cuando vi pasar al Dr. Francia, acompañado de varios guardias.
Iturbe fue quien, de lejos, me miró. Solo eso bastó para que entendiera el mensaje de que el sueño se había cumplido en ese amanecer. Toqué las campanas, las que me parecieron distantes desde niña y que ahora proclamaban libertad. Al salir ¡casi olvidé las flores!, pero no lo hice. El ramo que me costó conservar reposó al fin en la paz y libertad de las manos de Pedro Juan.
Por Eliseo Báez (16 años)