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Mucho antes de que te despertaras, las llamas del brasero ya estaban dando, junto con el sol, los primeros colores a la madrugada para poder preparar el cocido quemado. Tu trabajo ahora es preparar el tereré pantano y llevárselo a tu papá que está cortando el pasto en el patio trasero de la casa.
Se oyen los comentarios de una potente voz que sale de la radio; es un rápido resumen de los sucesos de la semana, donde estos hechos están acomodados desde los más indignantes hasta los más complacientes. Luego de esa breve introducción noticiosa, se escuchan los primeros versos de “Che la reina”.
“Ajumiko ipahaite che la reina ne rendápe, apurahéivo mbarakápe, si ahátama katuete...”, acompañás al cantante, aunque con una pronunciación bastante imperfecta. Una vez terminada la música, la voz empieza a contarte datos acerca del Día del Folclore: resulta que esta festividad es el 22 de agosto, se encuentra a la vuelta de la esquina, pero la habías pasado por alto porque los actos del colegio eran lo único que te recordaban la existencia de dicho conmemoración y, por ahora, ya no se realiza nada en esa fecha.
Las reflexiones con respecto a nuestra cultura se apoderan de vos al mirar la guampa de aluminio que tenés en la mano y el tereré lleno de yuyos; incluso el sombrero piri, que está usando tu papá para no quemarse, te hacen notar y amar las diferencias que hay entre esta tierra y las demás.
El sombrero tiene una cinta tricolor porque es del tiempo en que tus hermanos y vos se vestían de paraguayitos para bailar en el colegio. Con recuerdos de los tiernos versos de “Las siete cabrillas” y de los increíblemente dulces ka'i ladrillos del mercado, te das cuenta de cuán inmerso te encontrás en estas tradiciones y de cuánto las amás.
Tus pensamientos viajan lejos, pues se dirigen a Itauguá; está a la vista la hermosura de los tejidos de ñandutí y se evoca en tu mente el recuerdo de una persona relatando que una anciana copió los movimientos de una araña para concebir tan maravilloso diseño. Tu imaginación está en la ruta 2, recreando a las chiperas caacupeñas que ofrecen sus crocantes productos y a los puestos de mosto helado que se encuentran a los costados del camino, para satisfacer la sed de los peregrinos.
La imaginación vuela a la par que el discurso del locutor se prolonga pero, de pronto, una voz te saca del sueño en el que las polcas te introdujeron. “Enterovetea romba'apo hina ha nde nderovane hina upépe, eju cheipytyvõ”, dice tu mamá en ese idioma que tanto te agrada oír, pero que a la vez duele como ningún otro cuando es utilizado para regañarte. Y..., sí, la vida no siempre es color de rosas.
Por Belén Cuevas (16 años)