Mi sueño era estudiar; la cruel realidad me hizo criadita en casa extraña

Soy una niña común y corriente; nací en un hogar humilde del interior, pero eso no me impidió soñar con ir a la escuela, tener muchos amigos y luego formar mi propia familia. No fue así. Vine a la capital, no estudio y soy la criadita en casa ajena.

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Los rayos del sol que entran por la ventana me indican la llegada de un nuevo día. Tengo muchas ganas de quedarme a descansar un ratito más, pero debo estar preparada para cuando los dueños de casa despierten y pidan el desayuno.

Recuerdo la forma en que mis ilusiones se hicieron humo como el papel al quemarse en el fuego. Sé que la autocompasión no me llevará a ningún lado, pero no puedo evitar que se me escapen unas cuantas lágrimas. No sé si las mismas sean de desesperación, impotencia, rabia, tristeza o acaso una mezcla de todo.

Mi niñez transcurrió en medio de una nube de pobreza en un pueblito del interior. Papá abandonó a mamá cuando mis hermanitos y yo éramos muy pequeños, por lo que casi no tengo recuerdos de él. La mujer que nos dio la vida, luchó contra viento y marea para que no nos faltara nada, pero es difícil que una sola mujer logre satisfacer las necesidades de cinco niños.

Un día, mamá nos comunicó que haríamos un viaje a la capital para decidir qué sería de nuestro futuro. Al principio me entusiasmé, pero no entendía por qué ella gastaba sus ahorros en los pasajes del bus si apenas teníamos para comer.

Cuando lo comprendí, la angustia nubló mis pensamientos. Mamá me confesó con lágrimas en los ojos que buscaría casas en las que me aceptaran como criada a cambio de que me inscribieran en la escuela y me dieran un techo y comida. La perspectiva de tener todo eso hasta me sacó una tímida sonrisa, pero las dudas asaltaban mi mente, pues mamá no respondió a las preguntas que le hice acerca del futuro o si algún día volvería a verla.

Me quedé a vivir con la familia Gómez Sánchez. La señora le prometió a mi madre que no me faltaría nada, pues mi única obligación sería ayudar en las tareas básicas del hogar y, en mi tiempo libre, podría divertirme con los niños de la casa: Julia y Martín.

Sin embargo, nada fue como nos prometieron. Desde que llegué a esta familia, hace 4 años, solo he recibido malos tratos e indiferencia. Nunca me inscribieron en una escuela, las ropas que utilizo son las andrajosas prendas que se desgastaron por el uso que Julia les dio, y mi habitación es una piecita abandonada en el fondo de la casa.

Me levanto, trato de asearme lo mejor que puedo y voy directo a la cocina para preparar el desayuno. Cuando ya tengo la mesa puesta, los miembros de la familia empiezan a bajar uno a uno. Nadie me invita a compartir la mesa; soy invisible para ellos.

Miro con anhelo el pelo lustroso de Julia, sus manos bien cuidadas y el entusiasmo con el que les comenta a sus padres que esta tarde saldrá a pasear con sus amigas. Luego fijo mis ojos en Martín, quien habla con orgullo de la competencia de matemáticas en la que participará este fin de semana.

Vuelvo a mi pieza y me entrego a la imaginación, pues es mi única arma contra la tristeza que me acosa. Sueño que tengo una casa bonita, donde puedo sentarme con mamá y mis hermanitos a compartir un rico desayuno. También me veo yendo a la escuela y aprendiendo todas las cosas que siempre deseé. Mi gran preocupación es no saber cuándo se harán realidad estas fantasías. ¿Será cierto eso de que siempre hay una luz al final del túnel?

 

Por Viviana Cáceres (18 años)

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