La soledad y la tristeza, únicas compañeras de la abuela Carmen

Esta es una historia de ficción: Duele ver el ciclo de mi vida cerrándose sin que esto le importe a alguien; todos están en lo suyo y nadie tiene interés en esta abuela que pasa las noches sin poder dormir por pensar en la pobreza y soledad.

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Los domingos son los días más tristes, en parte porque implican el inicio de otra semana solitaria y también porque espero con ansias las visitas que nunca llegan. Me peino y me pongo bien coqueta porque sé que es el día libre de mi hijo y tengo esperanzas de que traiga a mis nietos para que los vea aunque sea un ratito.

Las visitas suceden en el Día de la Madre, Año Nuevo y Navidad; supongo que solo merezco compañía en ocasiones importantes. Cada vez que vienen mis familiares, parecen sumamente apresurados, les cuento cómo me va y en sus rostros veo que se sienten incómodos, a veces, creo que los agobio con los relatos de mi soledad, pero es lo único que tengo para contar.

Me siento abandonada por todos, ni al Estado le importo. Bueno, si el Gobierno no se preocupa por los ciudadanos que trabajan, menos le interesarán las personas de la tercera edad. Hace varios años, escuché en la tele que los adultos mayores podíamos tener una pensión para ayudarnos a subsistir.

Ni bien me enteré de la ayuda monetaria, le pedí a mi hijo que averigüe qué requisitos debía reunir para poder tener la pensión y así no sentir que soy una carga para él. Ramón hizo un papeleo larguísimo y luego de algunas semanas, vinieron unos inspectores a verificar las condiciones en las que vivo.

Habrán creído que estoy forrada de dinero porque no me dieron la pensión y no lo harán. Esos hombres dijeron que tengo suficiente solvencia económica, que no me falta nada, pero ellos no sienten mi impotencia cuando veo que el escaso dinero que me entrega mi hijo no me alcanza para acabar la semana.

Sé que estoy sola, pero aun así tengo mis gastos. Consumo unos medicamentos para la hipertensión que están muy caros, a veces, paso días sin tomarlos porque no me alcanza el dinero. En los hospitales públicos es imposible encontrar mis pastillas y no soy asegurada de IPS, por lo tanto, todos los días debo rogar a mi presión que no me juegue una mala pasada.

Una vecina a la que sí le dieron la pensión me contó que la ayuda monetaria consiste en quinientos mil guaraníes. ¿Quinientos mil? ¿Cómo esa pequeña cantidad va a aguantar durante un mes? No es mucho y, para colmo, ella no cuenta con nadie que pueda ayudarla. Yo, al menos, tengo a mi hijo.

Otra vez es domingo, el día más triste. Todos estos pensamientos se agolpan en mi mente y hacen que desee volver a mi juventud y así ya no ser una carga para mi familia. No tenía idea de que envejecer fuera tan duro; me imaginaba en una mecedora, con mis nietos formando una ronda alrededor de su querida tata, deseosos de escuchar mis anécdotas.

Mis anhelos no se cumplieron y parece que no sucederán. Ya no sé qué hacer, perdí el interés en casi todo y me siento inútil. Qué difícil es llegar a la tercera edad en un mundo en el que las personas crecen solas y se acostumbran a oír historias únicamente de esos aparatos tecnológicos. Tal vez en la otra vida, las cosas se pongan mejor.

Por Belén Cuevas (16 años)

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