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Algunos decían que provenía de una familia numerosa, de la que él era el último hijo, el séptimo para ser específicos. Por aquel entonces, existía la incoherente tradición de hacer que el Dictador fuera padrino de los niños con este estigma, "ani haguã oiko chuguikuéra Luisõ".
Lo único cierto es que don Pedro vivía sumido en la más agobiante soledad. No tenía visitas y nunca adoptó animales, tampoco aceptaba relacionarse con los vecinos más de lo necesario. Su rutina se repetía incansablemente: cada tarde se sentaba a tomar mate en el patio y miraba mi casa con ojos que parecían estar encendidos. Luego, cuando la oscuridad desplegaba su manto nocturno sobre el barrio, salía a caminar en dirección al centro de la ciudad.
Todos lo veíamos retirarse, pero nadie observaba el regreso de don Pedro. Un día, Marcelo cambió el tinte de nuestro improvisado club de fútbol; las horas que dedicábamos al partido so'o, fueron reemplazadas por una sorprendente historia acerca de cómo el niño había presenciado la transformación de nuestro vecino en la entrada de un cementerio.
"Caminaba como un perro, estaba todito lleno de pelo y su boca se alargó, parecía el hocico de Toby", contó Marce, señalando al cachorrito del barrio. “Él ko é nomá luego peludo, nde akã trapo", le dijo un vecinito en tono burlón y Marcelo, molesto, se retiró.
El niño se obsesionó con don Pedro; casi todas las noches se quedaba a dormir en casa, para poder vigilar la hora en que el “estimado” regresaba. Las veces que no visitaba mi hogar, escapaba del suyo para observar la entrada del cementerio; Marcelo se creía cazador de aquel ser al que su imaginación había dado vida.
Una noche, la curiosidad fue más fuerte que yo y también me quedé despierto esperando la llegada de aquel hombre, quien ni se asomó a su casa en toda la madrugada. Mi único descubrimiento fue un perro escuálido y deforme que deambulaba por las calles como buscando algo para comer. Marcelo, con su imaginativa insistencia, aseguraba que el can no era otro más que el Luisõ del barrio.
Durante toda la semana siguiente, busqué al perro para alimentarlo, pero no lo encontré. Mientras yo me había propuesto a encontrar al animal, Marce se metió la idea de que sus cortos 12 años podían contra el supuesto Luisõ.
Mi amigo se había creído tanto la película que llegó a pensar que, con objetos sagrados auyentaría al vecino. Un día, me comentó que pensaba ir a casa de don Pedro a dejarle un pequeño crucifijo de plata por la noche.
Las escapadas de Marce a la luz de la luna siempre habían implicado cierto grado de peligro. Luego de su último plan nocturno, desapareció. Sus padres lo siguen buscando y las escasas esperanzas les susurran que fue víctima de algún asaltante o que lo secuestraron.
Yo solo sé que ahora hay dos perros calavéricos rondando en el barrio durante la madrugada.
Por Belén Cuevas (16 años)