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En una ronda de tereré, que compartía con unos amigos, se me ocurrió una idea y les planteé: “¿Qué les parece si hacemos turismo interno? Estuve viendo en fotos que el Cerro Hû de Paraguarí es muy lindo y pegaría escalar ahí”. A todos les gustó la iniciativa y me dijeron que sí; entonces, planeamos el viaje y acordamos que sería un domingo.
Llegó el día del paseo y todos estaban muy felices. Anita trajo su radio y, cantando “viajando voy yo por mi pueblo”, de Tierra Adentro, iniciamos la travesía. Llegamos a Paraguarí aproximadamente a las 9:00 y entramos en Ña Pini, un almacén de la zona, donde compramos pate con galleta por si el hambre nos llamaba en la cima del cerro.
La almacenera nos preguntó adónde íbamos y le conté que junto con mis amigos, subiríamos el Cerro Hũ, a lo que ella responde: “Tengan cuidado”. ¿Por qué?, ¿es muy empinado?, ¿hay animales peligrosos?, pregunté. “Además de todo lo que mencionaste, en ese lugar se encuentra un señor al que conocen como don Papi, nadie sabe de dónde viene ni en qué lugar vive”, relató la almacenera.
“¿Don Papi?, ¿quién pico es ese?”, le dije a Ña Pini y me contestó: Nadie sabe realmente, algunos creen que es un loco que vive en el cerro y otros piensan que es un alma en pena. Lo cierto es que, todos los que han escalado el Cerro Hũ lo describen de igual manera: un hombre de baja estatura y color de piel oscura, quién va con un machete en la mano y un sombrero piri en la cabeza.
La historia narrada por la almacenera parecía ser sacada de una película de fantasmas y tenía mis dudas sobre si subir o no, pues qué pasaría si ese supuesto ser que rondaba por el cerro se nos aparecía, ¿qué haríamos? No obstante, mis amigos me convencieron, argumentando que el relato de Ña Pini le daba un toque de suspenso a la aventura.
A las 12:00 del mediodía comenzamos a subir el cerro; apenas empezamos a caminar y el sol radiante, que alumbraba desde tempranas horas del día, se escondía entre las nubes para que, de pronto, la claridad se vuelva oscuridad. Lentamente, la luz se perdía entre las hojas de la frondosa vegetación, los sonidos propios de la naturaleza iban disminuyendo y en ese instante, a lo lejos, oímos unos pasos.
Sugestionados por los relatos de la almacenera, aceleramos el paso, pero a medida que escalábamos las sombras se alargaban, poco a poco los pasos se oían más cercanos e invitados por el miedo, decidimos retroceder. No sabíamos por dónde ir y nos habíamos perdido entre las nieblas que cubrían el lugar.
En medio de la huida, Ana, una de las integrantes del grupo, cayó; la desesperación, fruto del temor a lo desconocido, hizo que no nos diéramos cuenta de que alguien del grupo faltaba.
A lo lejos se escuchaba que alguien gritaba “¡¡¡amigooos!!!”, entonces nos percatamos de que Anita no estaba y era ella quien clamaba por ser encontrada; siguiendo su voz, entre la espesa niebla, la encontramos. Los pasos ya no se oían, el ruido de la naturaleza se convirtió en un absoluto silencio.
Una tenue luz se observaba a la distancia, la esperanza volvió a nosotros y presurosos corrimos hacia el resplandor, el cual iluminaba nuestros pasos hacia la cima. A pesar del susto que nos pegamos, el objetivo de llegar a la cumbre del cerro estaba cumplido. Por otra parte, ninguno de nosotros podía explicar lo ocurrido.
Por Alejandro Gauna (18 años)