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Tarde de nuevo, esta vez llegaría con media hora de retraso a mi trabajo y el colectivo abarrotado no facilitaba las cosas. El único consuelo era tener la parada a dos cuadras de mi casa, haciendo un recorrido matutino menos agitado; sin embargo, solo podía pensar en los minutos que corrían y martillaban mi cabeza, recordándome un provechoso tiempo perdido.
Aún tenue, como despabilándose conmigo, la mañana iba iluminando cada lugar poco a poco y, a diferencia de otras jornadas, ese día vi a más personas aguardando el bus en la parada. Buscar compañía en lugares públicos se había convertido en algo de todos los días, ya que los malos ratos y los asaltos no manejan horarios, obligando a todos a esperar cierto refugio entre rostros extraños y adormilados, que den una mano ante diferentes inseguridades.
En mi reloj ya marcaban las 7:00, mi horario de entrada, y el nerviosismo empezó a aflorar de a poco en mi cabeza, anticipándome un día cargado de pesadez. Así, como si fuera una premonición, los minutos siguientes dieron un giro repentino en una mañana tan ordinaria como cualquier otra; no sé en qué momento pasó, pero ya me encontraba disputando mi cartera con una mujer que acompañaba sus exigencias con golpes y arañazos.
A pesar del shock, solo podía pensar en mis necesidades, en las cuentas pendientes y en el mes tan largo que estaba empezando y ya producía huecos en mis bolsillos. No obstante, mi mente también asimilaba otras cosas, presentes de manera inadmisible, pues las personas que se encontraban a mi alrededor solo fueron rígidas espectadoras que hacían apuestas mentales por quién saldría victoriosa en la inesperada férrea lucha.
Así, cansada de pedir auxilio, siendo testigo de cómo mi voz parecía detener a las personas, en lugar de impulsarlas a ayudarme, tuve que soltar mis pertenencias. Arrodillada en el piso, impotente, llorosa y humillada, vi cómo la mujer se alejaba, pero la imagen más clara que tengo es la apatía de las personas ante las desgracias ajenas; tal vez por comodidad o el propio miedo, la gente evita meterse en situaciones similares pero, al fin y al cabo, esta reacción constituye una indiferencia.
Sin esperarlo, una mano se había posado en mi hombro, sobresaltando mi estado de trance para ponerme a la defensiva de nuevo. “¿Estás bien?” fue lo que alcanzó a preguntar el joven, como si esos casi eternos minutos de lucha hubieran sido un simple tropezón en la calle, algo normal, común y sin relevancia.
Mi cabeza asintió para tranquilizar a los espectadores y traté de incorporarme poco a poco; los asaltos no tienen horarios y, así también, los trabajos no conocen de excusas sin sustento. El día ya estaba completamente iluminado y mis golpes comenzaban a tomar color; a lo lejos divisé el colectivo que esperaba y, como una maraña de ideas inconexas, pensé en las horas perdidas, el descuento salarial, las cuentas más grandes y la falta de plata para mi pasaje.
Por Macarena Duarte (17 años)