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“El que mucho abarca, poco aprieta” es una frase muy conocida que trata de mostrarnos nuestras diversas limitaciones, pero también representa la ambición innata que nos hace desear más allá de las posibilidades. ¿Realmente dicho sentimiento constituye el impulso necesario para alcanzar con perseverancia nuestras metas o podría ser un mal consejero al llevar a cabo nuestros deseos?
La palabra codicia deriva del latín “cupiditas”, que significa deseo y pasión, representando un afán excesivo. Según la psicóloga Any Krieger, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina, el estudio de la mente distingue dos tipos de ambición: la normal o sana y la desmedida o patológica; por otro lado, se encuentra la ausencia total de codicia.
Hallarse en una constante lucha por conquistar objetivos específicos o no estancarse en algunos logros son características de la ambición sana, pues los deseos enfocados en conseguir determinados propósitos se convierten en nuestro motivador personal y permiten superarnos constantemente. En contrapartida, la codicia patológica representa un exacerbado empeño en conseguir poder, riqueza o fama, sobrepasando los límites de lo saludable.
Una frase atribuida al emperador romano Marco Aurelio dice que la ambición es un vicio, pero puede ser madre de la virtud. De este modo, según la expresión, al no tener anhelos, nuestras metas se ven reducidas y nos convertimos en personas conformistas que no desean algo más de lo que poseen.
En la búsqueda de ser mejores en lo que hacemos y conseguir más logros personales, se esconde la exageración que puede incitar a poner una atención exclusiva en objetivos absurdos, dejando en segundo plano el desarrollo individual. Como ningún extremo es bueno, permitir que la voz de la codicia tome las riendas de nuestra vida podría llevarnos a cosechar más pérdidas que ganancias, a causa del incesante deseo de acaparar todo.
Al igual que una moneda, la ambición se muestra ante nosotros con dos caras; en una enseña su lado bueno, haciendo ver su influencia positiva a la hora de convertir en realidad los sueños y en la otra esconde su parte negativa, que solo se hace presente para intoxicarnos de una enfermiza obsesión. De esta manera, solo queda lanzar la moneda al aire y esperar a que el azar haga su trabajo, deseando con los dedos cruzados su caída hacia la ambición sana.
Por Macarena Duarte (17 años)