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Hace mucho que el rey Amado no golpeaba su cetro contra el suelo. Cada vez que él lo hacía, los seres en la sala nos arrodillábamos y el lugar se tornaba pacífico.
Éramos cinco inhumanos bajo la autoridad del rey dentro de la sala de la conciencia, la que tenía sanguinolentas paredes blandas que vigilaban para que nadie se acerque al cetro. Primero estaba Testa, que siempre tiene las respuestas para el rey, y también moraba Álskar, un ser de dos cabezas pálidas que se hacen llamar Apache y Heros.
Luego estaban Dorgull, el orgulloso, y Paura del terror. Dorgull tenía piel de limón y Paura se camuflaba en las paredes. Yo ni nombre merecía y ya no comía porque deseaba no volver a despertar. Igual, el chico, al que los seres cuidábamos, no notaría la desaparición de un molestoso sentimiento suyo.
Entre noches esperando a que celebren mi luto, la conciencia creó una boca en la pared de mi recóndita esquina, pero yo no entendía lo que me profetizaba su voz susurrante y macabra. “Tu humano sufre mucho, tomá el lugar que te merecés o todos morirán desangrados. ¡Morirán!”, decía esa boca humeante, mientras me rozaba con su lengua y me hacía temblar.
La vitalidad del rey se esfumaba en esos días, sus arrugas se fraccionaban en más arrugas y el color de sus ojos se volvía vino púrpura. En un palpitar de la sala, él dejó caer su cetro y mi cabeza padeció un dolor indescriptible.
Al recuperarme, el rubor antiguo de mi rostro apareció y el calor en mis dedos revivió. No entendía lo que el cetro ocasionó. Esperé la noche, en la que me revolqué en un charco de sangre para camuflarme como Paura y llegar hasta el rey, solo para sostener el cetro un momento; si algo salía mal, la espada que le robé a Dorgull me serviría para hacerme respetar.
Los momentos de mi pasado se aclaraban como cristales que se derriten y se hacen agua en cada paso inadvertido más cercano al cetro. “Yo estuve sentado en ese trono”, recordé.
También, mis ojos revivieron una escena del rey Amado, ¡No! era Ego, su nombre real, él fue quien me robó el cetro y me desechó del trono, borrando mi memoria y despojándome de Zelda, mi nombre, que significa esperanza. A pocos pasos de Ego, que solo era amado por sí mismo, decidí matarlo. “¡No!”, gritó Paura, con una voz de cigarra, despertando a todos.
En un salto y media vuelta, acabé detrás del trono, cerca del cetro. Ahí supe que la decadencia de Ego se debía a que no era digno de portar ese bastón y nuestro chico, de nombre Elías, ya no me tenía.
Si me movía un poco mal en ese momento, esos seres me matarían; si lo hacía bien, igual acabarían conmigo. Solo con el precio de mi sangre este mal llegaría a su final, ya que hice pasar la espada del orgullo por mi pecho para que traspase el trono, mate a Ego y los dos fallezcamos por la misma causa, en la noche del suicidio de Elías.
Por Eliseo Báez (17 años)