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/The New York Times
Por suerte no hay manera eficiente de callar a nadie; nunca la hubo y ahora, en tiempos de multiplicación infinita de la palabra, menos todavía. Lo único que vale es hacer judo.
La llave es vieja como el mundo. Recuerdo por ejemplo a los miembros de una pequeña secta palestina con ínfulas de grandeza. Aspiraban a más pero, en aquel imperio, los pocos que los conocían los llamaban, despectivos, con el nombre de su fundador, un tal Chrestus, un judío sin historia.
Para colmo aquel provinciano ignoto había muerto de la peor muerte posible, la de los delincuentes más abyectos, los esclavos: colgado de una cruz. Cuando sus seguidores empezaron a crecer, sus enemigos se lo recordaban: era la peor descalificación. Pero aquellos insolentes no pidieron que no los llamaran así, que no mencionaran la tortura; empezaron por reivindicar el nombre del judío y lo usaron para denominarse, y después, en un golpe de genio, dieron un paso más: lo mostraron en su momento más despreciable, torturado en la cruz, e hicieron de esa cruz su signo.
El mecanismo se usó tanto a lo largo de la historia. Como, por ejemplo —para ponernos serios—, en el fútbol argentino. Durante décadas las hinchadas ofendían a sus adversarios con nombres que, supuestamente, los descalificaban: llamaban bosteros a los hinchas de Boca porque su cancha, decían, olía a bosta, mierda de caballos —que trabajaban en una fábrica de ladrillos vecina—. Llamaban gallinas o gashinas a los de River porque su equipo había perdido —Chile, 1966— 4 a 2 una final de la Libertadores que le ganaba 2 a 0 a Peñarol. Llamaban cuervos a los de San Lorenzo porque los había fundado un cura salesiano —y aquellos curas todavía se vestían de negro y picoteaban—.
El primer calificativo venía de un prejuicio de clase, el segundo de un juicio de carácter, el tercero del más sensato anticlericalismo. Pero, más allá de sus análisis, está claro que aquellos nombres se lanzaban como ofensas hasta que los hinchas empezaron a usarlos para sí. Yo, ahora, soy bostero; que alguien me diga bostero ha perdido, entonces, cualquier capacidad de insultarme. También por eso, digo, soy sudaca.
Sudaca me parece una buena palabra: corta, clara, rotunda, dice lo que quiere decir con la mayor economía. Es una buena palabra y de algún modo la perdimos.
La palabra sudaca es relativamente nueva: nació en los ochenta y en Madrid —que se creía muy movida—. Entonces era común formar palabras con ese tipo de sufijo: se decía cubata para decir un cuba libre, mensaca para mensajero, masoca para masoquista, bocata para bocadillo y siguen firmas. Sudaca vino en esa banda, y el gran Francisco Umbral ya la recogía en su Diccionario cheli (1983): decía que se empezaba a decir sudaca o sudoca para hablar de esos sudamericanos —mayormente Cono Sur— que habían llegado a España en esos años; muchos, corridos por sus dictaduras. Ese mismo año una reputada banda de rock gallego, Siniestro Total, sacó un tema que anduvo bien y se reía con gracia: “El sudaca nos ataca”. Y nadie se ofendía.
Dicen que fueron barras bravas del Real Madrid y el Barcelona los que empezaron a usarla como insulto, y lo lograron: muchos ahora creen que lo es. Incluso la Real Academia Española, que, como los periodistas, suele llegar tarde al lugar equivocado, se lo cree. Los estudiosos lo llaman resemantización: darle otro sentido al mismo vocablo. Pero las palabras no tienen más sentido que el que muchos quieren darles.
Yo soy sudaca. Llegué por primera vez a España en aquellos ochenta; soy, incluso, entonces, sudaca desde el principio de sus tiempos. Y cada vez que uso la palabra sudaca las redes arden indignadas —las redes son puro combustible y son incombustibles, arden y arden sin quemarse para poder arder otra vez su fuego fatuo—. Los indignados asustados me reprochaban mi lenguaje racista, supremacista y varios istas más; me sermoneaban por mi supuesto insulto y me insultaban con denuedo.
“Una persona de color —negro—”, decía hace décadas Les Luthiers, antes de que burlarse de la corrección política fuera tan políticamente incorrecto. El problema suele aparecer cuando alguien cree que llamar a las cosas por alguno de sus nombres es peligroso, y se embarca en las peores perífrasis para no correr el riesgo. Lo hace, en general, porque cree que ser eso que no nombra es malo en sí, y entonces no se puede decir tan claramente. Con esos firuletes no hace más que subrayar la discriminación que –dice– trata de evitar.
Sudaca me parece una buena palabra: corta, clara, rotunda, dice lo que quiere decir con la mayor economía. Es una buena palabra y de algún modo la perdimos, se la dejamos a los malos. Ya es hora de recuperarla y poder decir, con orgullo, con sorna, con placer, que sí, somos sudacas, y a mucha honra. Y derivarla, enriquecerla: seguir la línea que marcó, hace años, en el diario Clarín de Buenos Aires, la escritora colombiana Margarita García Robayo cuando publicaba un blog que llamaba Sudaquia, dándole a la palabra calidad geográfica.
Usarla, apropiarla, mimarla, proclamarla: ser sudacas. Y si hay haraganes que suponen que con solo identificarnos —con decir quiénes somos o ni siquiera, de dónde venimos— nos insultan, que no se crean que es tan fácil: que trabajen, que busquen algo mejor.