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Con gran esfuerzo llegan y permanecen en Asunción, conscientes de que, en muchos casos, el único medio que tienen para agendar los temas que les afectan es venir a la capital, con todas sus implicancias.
Marzo es testigo de las marchas y manifestaciones campesinas reclamando mejores condiciones de vida, pidiendo políticas de Estado que apunten a un desarrollo humano integral, que les permita acceder a una vida más digna, conforme a su condición de ciudadanos e hijos de Dios.
Los reclamos campesinos no son nuevos, pero no han tenido el eco suficiente a lo largo del tiempo, agravando su situación de exclusión, de pobreza, de migración interna, de pérdida de calidad de vida.
Ya en el año 1983, los Obispos del Paraguay reclamaban una atención integral al problema de la tierra, de la necesidad del desarrollo rural sostenible, de políticas de Estado para el arraigo campesino.
El Papa Francisco retomó un planteamiento central del episcopado paraguayo y lo actualizó de cara al cuidado de la casa común: “Todo campesino tiene derecho natural a poseer un lote racional de tierra donde pueda establecer su hogar, trabajar para la subsistencia de su familia y tener seguridad existencial. Este derecho debe estar garantizado para que su ejercicio no sea ilusorio sino real. Lo cual significa que, además del título de propiedad, el campesino debe contar con los medios de educación técnica, créditos, seguros y comercialización”. (Laudato Si, N° 94)
Pasaron más de tres décadas y la situación no ha cambiado para bien, sino que se ve agravada por múltiples factores que requieren una atención urgente, con planes de contingencia, pero con un abordaje integral, de mediano y largo plazo, guiado por un proyecto intencionado que apunte al desarrollo rural en beneficio no sólo de las familias campesinas, sino de todo el país, pues la agricultura familiar campesina es garantía de provisión de alimentos sanos para la población, además de generar fuentes de empleo y de mitigar el éxodo rural.
Por otra parte, pero al mismo tiempo, están los indígenas, que exigen respeto y reconocimiento. La sociedad tiende a menospreciarlos, desconociendo su diferencia. Su situación social está marcada por la exclusión y la pobreza. La Iglesia los acompaña en sus luchas y legítimos derechos. Ellos están amenazados en su existencia física, cultural y espiritual; en sus modos de vida, en sus identidades, en su diversidad; en sus territorios y proyectos (cfr. Aparecida, N° 89, 90).
La situación de las comunidades indígenas de nuestro país es grave pues, cada vez más, “se encuentran fuera de sus tierras porque éstas han sido invadidas y degradadas, o no tienen tierras suficientes para desarrollar sus culturas. Sufren graves ataques a su identidad y supervivencia (…) Su progresiva transformación cultural provoca la rápida desaparición de algunas lenguas y culturas”. (Aparecida, N° 90).
Campesinos e indígenas están en las calles y plazas de la capital. Nos muestran sus rostros y nos hacen escuchar sus voces. Como sociedad, es necesario superar la cultura de la indiferencia y acercarnos respetuosamente para ofrecerles nuestro apoyo solidario, en tanto que los poderes públicos deben acoger y canalizar sus justos reclamos de mayor justicia y equidad.
+ Adalberto Martínez Flores, Obispo de Villarrica y Administrador Apostólico de las FF.AA. y la Policía Nacional, Presidente de la CEP.