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El vocablo demagogia proviene del griego antiguo por la unión de dos términos: demos (pueblo) y ágo (conducir), razón por la cual originalmente tenía un sentido positivo, saber guiar a la ciudadanía.
Sin embargo, con el transcurrir del tiempo, la palabra fue variando en su significado y desde hace algunos siglos ser demagogo significa tratar de seducir al pueblo con halagos y engaños con la finalidad de obtener algún beneficio grupal o personal.
En política, la demagogia significa realizar promesas que el pueblo desea escuchar, a sabiendas de que lo ofrecido no se va a poder concretar. El discurso mentiroso solo busca que la gente crea en lo prometido y otorgue su respaldo (generalmente, el voto) a quien proclama el proyecto.
En las campañas electorales de los candidatos para las elecciones pasadas, la demagogia estuvo presente, como siempre. El postulado por el Gobierno ofrecía hacer realidad las mismas promesas hechas por el mandatario actual: prioridad a la educación, la salud, la seguridad, creación de empleos, inversiones, etc., etc.
El principal candidato de la oposición fue más demagógico aún: anunció que la energía eléctrica tendría una tarifa inferior en un 400 a 500 por ciento y que los paraguayos tendrían un trabajo digno y bien remunerado.
Hace unos días, el presidente electo visitó la conflictiva zona norte, mantuvo reuniones con familiares de los dos secuestrados y dijo que pondrían fin a la existencia del grupo criminal EPP en la región. Cartes también había dicho, al asumir el mando, que la banda terrorista no le marcaría la agenda y sucedió todo lo contrario.
¿No se puede hacer política en Paraguay sin ser demagogo? Posiblemente, no porque gran parte de la ciudadanía no tiene memoria, le gusta que le mientan, necesita creer que existen políticos honestos y leales a la palabra empeñada.
Como ciudadanos casi no aprendemos nada de las lecciones que nos da la vida diaria. Un segmento pequeño de la población analiza, piensa y emite un voto consciente, en tanto la mayoría simplemente se deja llevar por la costumbre y baila la polca que le marcan los punteros de los partidos tradicionales.
Es una pena, pero hasta un obispo arrepentido de su vocación y volcado tardíamente hacia la política, resultó ser una demagogo más entre tantos. Solo una buena y generalizada educación y mucha paciencia podrían modificar con el tiempo esta plaga que llevamos encima.