La lengua que hablamos

De la lengua española, ¿qué puede decirse? Pues todo. Y además escribirse.

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No se la pudo homenajear porque en su día estábamos contando sufragios. No obstante, fue, posiblemente, la jornada en que más se habló y menos se escribió, siguiendo la tradición ágrafa del Paraguay, país de mucho hablar y escaso redactar; en el que, consecuentemente, los que hablan mucho tienen más chances de triunfar, como es posible confirmar hasta en las elecciones.

Las lenguas nos sirven, mas, los que más bien de ellas se sirven son las ideologías, el esnobismo posmoderno y algunos sectores culturales diferenciados, todos ellos obsesionados por reconfigurar el lenguaje para ajustarlo a sus finalidades particulares o, simplemente, a esa extravagante pretensión de aparentar ser diferentes o exquisitos.

El resultado es que se van multiplicando las jergas. Algunas son muy antiguas y respetadas, como la del arte de la construcción; otras flamantes y también reverenciadas, como la de la informática. Los del foro se apegan a una que hunde sus raíces en la época del Derecho romano. Quienes se aficionan velozmente a apropiarse de expresiones de todas las jergas técnicas son los periodistas, difundiéndolas a su talante. Así es como en las radios y canales de TV se escuchan “aprehender”, “sospechado”, “arrimar pruebas”, “taxativamente”, etc., además de algunos latinazgos como “in situ”, “per se”, ad hoc”, “statu quo” y pocos más que acaban creando una jerigonza que se hubiese envidiado en los “conversatorios” de la torre de Babel.

La manipulación intencionalmente retorcida que se hace del lenguaje llano es fácil de advertir; consiste, básicamente, en sustituir verbos, sustantivos y adjetivos comunes por otros que sean aptos para vehiculizar las ideas que una bandería ideológica o una asociación religiosa desea instilar en las mentes. Por ejemplo, en el ámbito político hay que llamar “lucha” a cualquier acción o solicitud; de modo que afirmar sencillamente “estamos gestionando tal cosa” es un error ingenuo; hay que emplear la frase “estamos luchando por tal cosa”. “Lucha” es un término fuerte, progre; “gestión” es mezquinamente burocrático, conservador.

La adopción de modismos, sin embargo, responde a otras causas culturales. A menudo, ciertas locuciones provenientes de hablas extranjeras se asimilan casi de inmediato. En los demás casos, se trata de tonterías simplemente exitosas, como sustituir “no conozco” por “no manejo”; o, en vez de “tengo una responsabilidad o me dan una labor”, repetir la cantinela del “desafío”. O insertar en cada párrafo la gastada metáfora teatral de “en este escenario".

Y no digamos nada -porque será de nunca acabar- de la calamidad que implicó la imposición del lenguaje “políticamente correcto”, que comenzó siendo patético, que luego pasó a ser dramático y que ahora va camino a lo ridículo. Y que, para peor, no sabemos todavía de qué será capaz en el incierto futuro.

Algunas hipótesis intentan explicar la pauperización de la lengua hispana en Latinoamérica y la declinación de la producción literaria. Que la escuela formal fracasa. Que la juventud es indiferente al aspecto estético del lenguaje. Que los “chateos” comunican eficientemente sin necesitar ajustarse a los cánones de buen vocabulario, sintaxis u ortografía. No obstante, cada generación de jóvenes intenta crear su propio repertorio de modismos. ¿No desmiente esto su supuesta indiferencia? Para qué preocuparse finalmente, dicen otros, si el fin el humano del futuro será mudo porque dispondrá de mejores medios de intercomunicación que el habla natural. ¿Cómo serán entonces los “conversatorios”?

En cuanto a la literatura en el Paraguay, hay que decir algo: cada vez nacen menos narradores, poetas, ensayistas y dramaturgos; cada vez hay más gente publicando libros. Una paradoja paraguaya difícil de desentrañar. “Es muy probable que nadie, dentro de un siglo, se dedique a una industria tan atrasada y poco remuneradora”, predecía Giovanni Papini acerca de la literatura, hace casi, precisamente, un siglo. Luego aseguraba que: “Si los escritores no leyeran y los lectores no escribieran, los asuntos de la literatura irían extraordinariamente mejor”. Como aquí cumplimos justamente con estas dos condiciones, debemos estar plenos de esperanza.

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