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/The New York Times
Cuatro que parecen salidos del mismo anuncio de colonia —de cuando los hombres para serlo debían ser atildados, deportivos y sólidos, ser hombres— y uno que se dejó el pelo más largo; cinco universitarios buenos mozos que no saben hablar sin sonreír. Como si no se pudiera representar a España siendo mujer o viejo o medio rengo o pensativa o gordi. Al verlos, la visión de un país plural, multiforme, hecho de diferencias y contrastes, se da de cara contra la pared.
Con más miedos, entonces, que esperanzas, España votó y su partido socialista (el Partido Socialista Obrero Español, PSOE), que hace dos años parecía a punto de deshacerse en sus contradicciones, ganó las elecciones generales. Su líder, Pedro Sánchez, que hace dos años había perdido incluso el liderazgo partidario, va a gobernar España.
Los socialistas ganaron porque supieron aprovechar los errores de la derecha. No solo sus historias de corrupción; sobre todo, sus peleas internas. La derecha española cayó por fin en esa clásica conducta de la izquierda: dividirse, atacarse, perder votos. Allí donde los del Partido Popular (PP) solían ir solos, fueron tres: ellos, Ciudadanos, Vox.
“¡Compatriotas, la resistencia ya está dentro del Congreso!”, gritó el secretario general de Vox en la plaza Margaret Thatcher de Madrid cuando se empezaron a confirmar los resultados. Hace unos días Vox era el terror: un nuevo partido de extrema derecha, patriotero católico xenófobo machista que llenaba plazas y avenidas. Se le auguraban entre 40 y 60 diputados; consiguió 24. Es mucho, pero los resultados demostraron que la mayoría de sus seguidores eran votantes del PP que, durante años, se habían guardado sus gritos más extremos y que ahora, por fin, salían del armario.
Y es cierto que Vox jugó un rol decisivo: por un lado, arrastró aún más a la derecha a los otros dos partidos conservadores y dejó el centro vacío para los socialistas; por otro, avivó el miedo al fascismo y consiguió que muchos izquierdistas reticentes, gente que llevaba dos o tres elecciones sin encontrar una representación satisfactoria y se abstenía, fuera a votar movida por el susto.
Así que la derecha, que amenazaba tanto, perdió. Es simple: en 2016 sus dos partidos —el PP y Ciudadanos— consiguieron 11 millones de votos y 169 diputados; sus tres partidos consiguieron los mismos votos pero 19 diputados menos, porque la participación fue mucho mayor. Y si se considera al PP solo, el cuadro es espantoso: en las generales de 2016 consiguió 137 diputados; en estas elecciones, 66. Ahora tiene, entre otros problemas, una cantidad de cuadros cabreadísimos buscando a quién cobrarle por haberse quedado en la calle. Y tiene a ese hombre, Pablo Casado, derrotado y cuestionado, y tiene miedo de que Ciudadanos lo desplace de la conducción conservadora.
Del otro lado, el partido socialista consiguió 123 diputados —contra 85 en 2016—. La movilización del susto fue todo un éxito: votaron dos millones de españoles más que en 2016 y la gran mayoría lo hizo por ellos. Mientras tanto Unidas Podemos, la izquierda más radical, perdió 29 escaños. Pero es probable que gobierne con el PSOE.
Es el momento de las especulaciones: las de los periodistas que intentamos entender lo que pasó y, sobre todo, las de los políticos, que deben armar sus alianzas. Los sistemas parlamentaristas tienen ese raro privilegio: uno va y vota a un candidato —Sánchez, digamos— y ese voto puede servir para que se constituya un gobierno de izquierdas, donde el PSOE se alíe con Podemos, o un gobierno de centroizquierda, donde su aliado sea Ciudadanos.
De ahí las cábalas y vaticinios de estas horas. Más allá de números, todo indica que los socialistas formarán gobierno con el apoyo de Podemos y que las negociaciones serán duras: los socialistas tratarán de limitar su participación, los podemitas buscarán compromisos, un par de ministerios. Ese gobierno, además, solo puede formarse con el apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes —que también pondrán sus condiciones—.
Es lo más lógico; no es seguro. El parlamentarismo siempre deja abierta la posibilidad de un arreglo que nadie había previsto, que nadie había votado. En este caso, un azar ayuda a contener los imprevistos: el 26 de mayo habrá elecciones municipales y autonómicas, así que los partidos, que ya entran en campaña, deberán cuidarse porque su castigo puede ser inmediato.
Quedan, igual, dudas. Lo único seguro es Pedro Sánchez. Nunca nadie lo respetó demasiado; nunca nadie lo consideró demasiado inteligente o astuto o meritorio y ahora, en su mediocridad, va a gobernar España con un parlamento manejable. En su supuesta tontería triunfó en toda la línea: o no es tan tonto como muchos creyeron o su país, que lo elige, lo sería más que él.
Y su triunfo no se limita a España. Sánchez ha dado vuelta a una tendencia que parecía irreversible: hacía años que la socialdemocracia europea no ganaba elecciones; ahora, cuando acaba de hacerlo, Sánchez querría que su triunfo marcara un regreso de esa opción tan malherida —y querría, por supuesto, volverse su adalid—.
Mientras tanto tendrá que gobernar España. Ha prometido mejorar la situación de la salud y la educación públicas —y es probable que lo haga, dentro de un orden—. Ha prometido avanzar en el camino de la igualdad y cuidado de género —y también es probable—. Ha prometido aminorar el paro juvenil —y también—. Es improbable, en cambio, que produzca cambios relevantes en varios temas muy centrales: la fiscalidad, el papel de los bancos, el problema de los inmigrantes, la distribución de la riqueza. Y le queda, por supuesto, la crisis catalana, el caldo de cultivo de la extrema derecha patriotera. De cómo lo encare dependen, para España, tantas cosas.