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Y cuando Papá nos decía: “prepárense para ir a la cancha”, nos envolvía una felicidad mayúscula porque eso traía aparejado un montón de “primores infantiles”. En el acto yo le preguntaba a qué cancha iríamos y me respondía: “a ver a nuestro club”.
Inmediatamente nacía la otra pregunta: “en que cancha jugaba”; para mí era fundamental saber porque si era en Sajonia, el chipa, el café, el cocido, el bollo, el pastelito dulce, las galletitas, el chocolate y las gaseosas, estaban asegurados. ¡Delicias de párvulos!
Íbamos a la cancha para eso, para extasiarnos con las “cosas ricas”, que había ofertándose por todos lados, porque cotidianamente estos manjares no degustábamos en la casa. Con el “chicle, caramelo, frescale”, rematábamos nuestra presencia en las canchas de fútbol.
Pero, si el partido se jugaba en Dos Bocas o cualquier otra cancha de barrio, no había nada durante el partido. Si el juego concluía en victoria, cruzábamos la avenida y nos instalábamos en la terraza de la Heladería Guaraní de Mareiriam Pérez Ramírez, a veces, en compañía del presidente Antonio Sosa Gautier, quien siempre departía con nosotros.
Claro, esto era una “fija” con el triunfo aurinegro, porque cualquier derrota implicaba un cuasi castigo. Marchando a casa y soportando los plagueos del “viejo”, durante todo el trayecto, que refunfuñaba por las malas actuaciones de los jugadores.
Siempre, en las victorias, los aborígenes festejábamos desde la terraza de la heladería. Desde ahí mirábamos el bullicio y disfrutábamos las celebraciones emanadas por los altoparlantes del club, donde se retransmitían los goles cantados por Don Pedro García u Ovidio Javier Talavera y los sesudos comentarios de Julio Del Puerto.
En el estadio de Sajonia, abundaban los “banquetes”, pero nada era comparado al chipa y al cocido, una merienda completa en esos 15 minutos de tregua. Eran los sabores campestres en un estadio de cemento. Pero si la derrota se consumaba, venía lo peor. Directo al domicilio, sin nada de nada.
Y al regresar por la avenida Eusebio Ayala, pasábamos de largo la Heladería Guaraní, mi hermano y yo nos mirábamos y hacíamos un adiós silencioso, nos embargaba la tristeza. Claro, una copa de helado o un cucurucho brincaban en nuestras fantasías.
Así eran todos los domingos por la tarde y los primeros partidos nocturnos. Apenas nos instalábamos en las “Tribunas Campeones de Lima”, nuestras miradas recorrían el horizonte para detectar los “biscochos” a ser engullidos en minutos más.
Pero cuando aparecía el grito estentóreo de “Barreeeerooooo” y la hilaridad del público lo acompañaba, era una celebración para nosotros. Su presencia se volvía un espectáculo aparte. Con el canasto lleno de chipa sobre la cabeza, desfilaba por las gradas con habilidad extrema, un auténtico equilibrista, sabía vender.
De repente, empezaban a volar las argollas hacia los cuatro puntos cardinales, con una precisión milimétrica para los comilones que requerían. El “chipero” tenía un ojo de lince, pues veía a todos sus “marchantes” y los arrojaba sin pensar en la distancia. El producto tenía que llegar a su fanático consumidor.
Y la paga venía andando por el camino de mano en mano hasta llegar al blanco delantal del chipero. Se destacaba esa increíble actitud de honestidad de un público heterogéneo, pero solidario y leal en ese instante. Nadie se quedaba con el dinero del chipero, era el espíritu folklórico que reinaba en puridad.
Mucho tiempo después -ya crecidos- supimos que se llamaba Juan Ramón Ayala, que le iba muy bien en el negocio de la industria de la chipa y que logró expandirse sin dejar de lado sus orígenes ni renegar del mismo. Un ejemplo nacional.
El arte y el espíritu de Ayala, fabricando y vendiendo chipa en las graderías del estadio se convirtió en parte de nuestro folklore. Para nosotros, solo era “chipa en el estadio”, “Barreeeeeroooo”, “Barreeeeeroooo”… para eso íbamos al fútbol cuando niños, para comer chipa y degustar con el humeante cocido negro. Con el tiempo nacería el “cortado” con leche nido.
¿Cómo no recordar aquella escenografía, su coro, su humor y su producto?... inolvidable... con solo escuchar “Barreeeeeroooo” ya nos erizaba la piel. ¡Cómo trajinaba este señor! Si por lo menos los políticos trabajaran como él, este país estaría en el paraíso de las naciones.
Vaya este pequeño ramillete para un trabajador guapo, un paraguayo auténtico, sacrificado, humilde, que con el sudor de su frente, las penurias del medio y las exclusiones sociales, se impuso contra viento y marea con una “marca”, llevando el digno sustento a la familia, sin vender su conciencia ni estafar a la patria ni a la gente.
Pero en pleno Siglo XXI, más de medio siglo después de haberse iniciado en esta labor, un jovenzuelo dormilón llamado Carlos Gómez se molestó contra Don Juan Ramón por sus convites a la ciudadanía por altavoces al amanecer y lo denunció al Intendente Municipal de Asunción Mario Ferreiro por “polución sonora”. ¡Vaya disparate!
¿Y las churas, las quinielas, las chatarras, las campañas políticas, las seccionales, las fiestas y las discotecas andantes, etc., etc. que atosigan con sus griteríos y estridencias rítmicas? ¿Y las sirenas de ambulancias, bomberos, aguateras, repartidores de gas, etc? ¿Y las bocinas y frenazos de recolectores de basuras? No se puede comparar aquello con todo esto. Los propósitos, las causas y los efectos son diametralmente opuestos y enteramente nobles.
Hace 68 años que Juan Ramón viene enseñando a muchos paraguayos a saborear las virtudes del folklore nacional, la merienda en el estadio con chipa y cocido. Larga vida Don Ayala, todo un emblema del fútbol paraguayo que a miles de aficionados les llenó de alegrías los días domingos por la tarde, con sus argollas al viento y su repertorio preferido: “Barreeeeeeroooo”… sin importar el resultado del partido.
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