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Los hospitales, sin generadores de respaldo suficientes o con capacidad limitada, enfrentarían una crisis sanitaria. Las unidades de terapia intensiva, los quirófanos y los bancos de sangre dependerían de sistemas alternativos que probablemente no podrían sostenerse por mucho tiempo. El transporte público también se vería paralizado, los semáforos dejarían de funcionar y los embotellamientos serían insoportables.
En el ámbito económico, la interrupción sería catastrófica. Las industrias, que dependen en gran medida de un suministro continuo de energía, tendrían que detener sus operaciones, ocasionando pérdidas millonarias y poniendo en riesgo miles de empleos. El comercio, tanto pequeño como grande, también sufriría, ya que los sistemas de pago electrónicos y las cadenas de frío para alimentos se verían interrumpidos.
Sin electricidad, las comunicaciones modernas serían virtualmente imposibles. La falta de internet y telefonía móvil aislarían a las comunidades, dificultando tanto la organización local como la coordinación de esfuerzos de ayuda. Las noches sin luz alterarían profundamente la rutina de las familias, y el uso de linternas o velas aumentaría el riesgo de incendios accidentales. Todo esto sin contar con la enorme necesidad de que hoy no es artículo de lujo, sino de supervivencia: el aire acondicionado.
En este contexto, la desigualdad social sería más evidente que nunca. Mientras que las familias de mayores ingresos podrían acceder a generadores y otras soluciones temporales, las comunidades más vulnerables quedarían completamente desprotegidas. El acceso al agua potable, que depende en muchos casos de sistemas eléctricos de bombeo, sería otro de los grandes problemas, agravando la situación sanitaria y aumentando el riesgo de enfermedades.
En resumen, si se cortara la energía eléctrica en todo el mundo en este preciso momento, los efectos serían devastadores y tendrían un impacto significativo en la sociedad moderna. La falta de electricidad haría que la vida diaria se vuelva muy difícil y que la sociedad se colapse.
Para tranquilidad del mundo, el suministro eléctrico global no depende de la ANDE y su servicio es solo un padecimiento de quienes vivimos en Paraguay. Esta hipotética crisis puede sonar a película de ciencia-ficción, pero no está lejos de la realidad que vivimos en nuestro país, donde que “se vaya la luz” es casi pan de cada día.
No se puede negar que se ven relativos avances en el sector eléctrico –tan frágil y abandonado por sucesivos gobiernos colorados–, pero también debemos reflexionar sobre la necesidad de diversificar las fuentes de energía. Paraguay, con su enorme potencial en energías renovables como la solar, podría acelerar inversiones en tecnologías que reduzcan nuestra dependencia.
Si unas horas sin electricidad nos desesperan, imagínense una semana, y cómo esta situación pondría en perspectiva lo esencial que es este recurso para nuestra sociedad y nuestra economía. Pero más allá de los impactos inmediatos, conocer las debilidades de nuestro sistema debería impulsarnos a construir un futuro más resiliente, donde la seguridad energética no sea un lujo, sino un derecho garantizado para todos los paraguayos, para todos los seres humanos.