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Entre tanto ellos se entregan al derroche por las calles de Washington DC, Estados Unidos, en San Lorenzo, Paraguay, un equipo de médicos del Hospital Acosta Ñu realiza una hazaña monumental: una operación de trasplante de corazón de más de 15 horas, luchando por darle una nueva oportunidad de vida al pequeño Milan de 6 años.
Estos profesionales de la salud, verdaderos héroes anónimos, reciben salarios que apenas alcanzan a ser una fracción de lo que un legislador percibe. ¿Acaso sus vidas valen menos? La hipocresía es abrumadora: mientras los políticos disfrutan del tour pagado por el Congreso, los médicos que dedican su existencia a salvar vidas son relegados a la penumbra de la precariedad laboral.
En Paraguay, un país de asimetrías y de inequidades constantes, los hijos, amantes y bachilleres de la casta política se adueñan de beneficios, sin mérito alguno, gracias a favores y conexiones que poco tienen la idoneidad para los cargos que ocupan. ¿Acaso no es un insulto que quienes deberían ser los garantes de un futuro mejor se comporten como parásitos de un sistema que les ha otorgado el poder?
Santiago Peña, en reiterados discursos habla del Paraguay como un “gigante dormido”, clamando por una transformación que parece lejana. Pero, ¿qué es un gigante dormido si no un pueblo que ha permitido que sus arcas sean esquilmadas por una élite que ha perdido todo sentido de la realidad?
La disociación es alarmante: mientras unos navegan en yates de lujo, otros se hunden en la miseria. Es hora de rasgar la burbuja en la que viven esos privilegiados y recordarles que sus posiciones son temporales, que no son dueños del destino de un país, sino meros administradores temporales de un patrimonio colectivo.
Es necesario que el pueblo paraguayo despierte y exija rendición de cuentas. Las imágenes de un crucero lujoso deben ser contrastadas con la labor incansable de aquellos que, con salarios miserables, se enfrentan a la vida y la muerte en los hospitales. Es momento de reclamar lo que nos pertenece, de poner fin a esta casta de privilegiados que, en su burbuja de desconexión, se ha olvidado de las promesas que hicieron al pueblo.
El abismo que separa a quienes detentan el poder de quienes lo sufren es inconcebible. Es hora de que la ciudadanía exija un cambio radical, de que derribemos las murallas que nos separan y construyamos juntos un país más justo y equitativo. Que el clamor por la justicia social sea el grito de guerra de una nueva generación que se niega a resignarse a la desigualdad. Me niego a ser un mero espectador de una historia repetida de ironías lacerantes.