La noche en que vivimos un oasis de generosidad

En este rocoso páramo en que se enseñorea la corrupción de los poderosos, en que prevalece la mediocridad de quienes debieran conducir la nación, en que el gobierno clama por una prensa que calle las atrocidades, hoy elijo hablar —sin atisbo alguno de egolatría— de algo que me tocó vivir el jueves 17: la noche que fue un oasis de generosidad y bondad. Atributos que aún perviven en el Paraguay, pese a la banalidad y el latrocinio de los de arriba.

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Lo hago sin “la tonta vanidad” de la que habla doña Eladia Blázquez en aquella su canción emblema, sino con la emoción de quien se siente desbordado por tanta humanidad encendida.

Elzear Salemma, empresario de admirable visión humanista, había ideado en el 2004 el ciclo llamado Homenajes en Vida. En estos 20 años ha promovido más de 100 tributos a otras tantas personalidades del arte y la cultura en general. Ha tenido y tiene en esto la compañía de Marlene Sosa Lugo, periodista de incansable labor en favor de las artes.

Esta vez, fui yo el elegido en el ciclo. Y allá fui, conmovido y con el pudor de quien no se siente totalmente merecedor de tanto.

Y otro motivo de palpitación: para el acto se convocaron artistas amigos míos de tantos años que hoy son celebridades. En forma desinteresada. Otros ya no pudieron estar, porque si hubieran estado todos, la noche iba a ser interminable.

Mi hermano Luis Álvarez; Oscar Fadlala y Ricardo Flecha (con su antológica versión de Ha Pilincho, de Teodoro S. Mongelós y Toledo Núñez); mis correligionarios aurinegros Juan Cancio Barreto y Diana Barboza (quien hizo vibrar al público con la polca Legendario Guaraní), Marcos Brizuela (con una versión apoteósica de Che renda alazán), Francisco Russo (levantó a la platea con 13 Tuyutí), Ángel Pato García, el legendario guitarrista de Luis Alberto del Paraná; mis queridas Clotilde Cabral (estremeció a todos con un poema de Rafael de León) y Ana Martini y la guitarrita de Juan Cancio.

Y con ellos, el imponente maestro de ceremonia, Hugo Vigray, La Voz.

La calidad de la gente presente en el escenario y en la platea, su asistencia solo impulsada por el deseo de ratificar afectos, de encontrarse, reconocerse; de abrazarse con la sinceridad de las personas nobles, de disfrutar del arte por el arte, de reírse, de emocionarse, de compartir la vida que vivimos y la que todavía nos queda por vivir. Todo eso tuvo la espontaneidad de los mita’i y las mitakuña’i de barrio llegados a adultos con los deberes hechos.

Volviendo a casa con Pilar tras la experiencia inmensurable, cantaba yo mentalmente los potentes versos de Eladia Blázquez: “Merecer la vida es erguirse vertical, / más allá del mal, de las caídas... / Es igual que darle a la verdad, / y a nuestra propia libertad, / ¡la bienvenida!”.

Sí, señoras y señores, esa noche se trató solo de eso: de honrar la vida.

nerifarina@gmail.com

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