Especialistas en olvido impuesto

Luís Alberto Riart, “Beto”, intentó hacer bien las cosas como ministro de Educación y Cultura (MEC) durante el gobierno de Fernando Lugo, y lo consiguió, pero solo parcialmente. En cambio, sí logró demostrar plenamente -sin intentarlo- que la justicia ordinaria (“la más ordinaria de todas”, al decir de González Delvalle) es un perfecto instrumento de persecución al enemigo político.

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Falta develar enemigo de quién fue Beto Riart, porque él nunca fue político activista, ni partidario, si bien es rama del histórico tronco liberal. Hurgando en la historia uno encontrará que hubo Riart como expresidente, excanciller, exsenador, excombatiente de la guerra, exministro, exlíder liberal, pero él sólo hizo pedagogía y un buen día lo convirtieron en estadista, en ministro de Educación.

Supongo que Beto Riart, como todo apolítico, habrá obviado responderse la pregunta básica que cada cual debe hacer al ingresar, con un elevado cargo, al movedizo terreno político. Y ahora, ¿quiénes son mis enemigos”. El siguió, sin responder la pregunta, sin cuidarse la espalda.

El incendio de un local del MEC creó la oportunidad para sus enemigos y Riart recurrió al procedimiento urgente de la excepción, con total aprobación de los organismos de control. Previa tasación por otro organismo del Estado (CONAVI), se procedió a la compra de un edificio, ocupado luego plenamente por el ministerio.

Lo acusaron de lesión de confianza por supuesta sobrefacturación y daño patrimonial por la diferencia entre la tasación de 12,5 mil millones y 14 mil millones de guaraníes, el total pagado. Pero la tasación estatal no contempló el pago del IVA ni de los impuestos atrasados. Inclusive, el ministerio pagó 2 mil millones de guaraníes menos del precio aspirado por los anteriores dueños, no obstante, el ministro fue condenado a tres años de cárcel, que es donde ahora se encuentra recluido desde el mes de junio pasado.

Dos cuestiones resultan de este indignante caso.

Por un lado, el papel infame de la justicia ordinaria, cuando se trata de juzgar a quienes lucen para ella la vestimenta opositora (“liberal y encima ministro de un gobierno zurdo”). Se le hace fácil al juzgado, condenar a un enemigo del sistema, lo cual para la cultura política dominante lo hace ganar mérito por satisfacer el complejo de la elite política de “encontrar un corrupto” no colorado.

Un verdadero colorado, en realidad, no encararía de esa forma el “Caso Riart”. Siempre hubo un respeto mutuo entre colorados y liberales sobre la memoria de sus respectivos prohombres. El tema es un poco más complicado y desde lejos se nota la mano de algún asesor especializado en reconstruir la historia.

Por otro lado, el olvido al que lo hemos sometido la ciudadanía, la opinión pública, la propia academia, y concretamente la Universidad Católica, de la cual, el Dr. Riart es catedrático de número.

Existen -y los cientistas sociales lo saben- especialistas en “silencio impuesto”. Esto comienza con la lógica: “de lo que no se habla no existe, o no cobra significado alguno”. Ludwig Wittgenstein dice: “si los límites del lenguaje significan los límites de mi mundo, entonces, en la realidad no cabe aquello de lo que no se habla”.i Nosotros estuvimos acompañando, sin movernos, en silencio la desgracia de Riart, sin interés alguno.

El olvido social, impuesto o institucional, ha sido un ejercicio recurrente. Los grupos que se imponen a otros recurren al olvido social impuesto, omitiendo acontecimientos del pasado e imponen su versión sobre el tiempo anterior, incursionando en la memoria colectiva para desbordarla y vaciarla. “Se habla de un olvido impuesto, que se despliega desde las instituciones políticas, académicas, educativas, militares, eclesiásticas, etcétera, y que después, si tienen éxito, se traduce en huecos sociales en una colectividad, por lo que puede advertirse que el olvido social tiene una cierta relevancia con respecto a la producción y mantenimiento del orden social en el que nos encontramos inmersos”. ii

O sea, imponen el olvido para convertirnos en cómplices del estatus quo.

El mejor aliado para ello de los especialistas del olvido es la modernidad, que provoca una “profunda indiferencia” a la que contribuye también el sistema actual de comunicación, con un derroche de información a velocidad inaudita, “de tal suerte que no existe posibilidad de que alguna emoción dure lo suficiente” (Lipovetsky), ni la alegría, indignación, menos aún el recuerdo.

Todos estuvimos muy ocupados con las redes sociales en nuestras manos. Con las redes no existe memoria, el exceso del hoy apenas da lugar para un recuerdo de ayer. El “Caso Riart” ya no era parte de nuestro mundo, ya nadie siquiera lo mencionó y menos aún revisó el expediente.

George Orwell lo dijo más o menos así: quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado, desde el presente se organiza el pasado. Por eso, hay grupos de poder que intentan imponer un discurso sobre el pasado. A lo cual agregaríamos que la actual elite de poder oficialista trata de ocultar su falta de consistencia colorada con este discurso: “los liberales son más corruptos y ahora quieren ser como nosotros”.

Así sucedió con el capitán Napoleón Ortigoza, condenado por Stroessner en 1962 al fusilamiento, que luego fue conmutado por 25 años de prisión, supuestamente por organizar una conspiración y ser el presunto autor del asesinato del cadete Benítez. Todos olvidamos su tormento hasta que un día Alfredo Seiferheld fue a visitar a un amigo y al pasar frente a una de las prisiones, a través de una pequeña ventana, alguien gritó desde adentro: “soy el capitán Ortigoza y estoy aquí preso hace más de 20 años por orden del dictador”. El director dispuso la publicación y ahí comenzó la campaña por su libertad, que finalmente se produjo antes de la caída de la dictadura. Treinta y cinco años después, la justicia decidió que todo fue una farsa.

Beto Riart, hoy está gritando y su pequeña ventana somos los ciudadanos libres y nuestra conciencia. Abrámosla.

Naranjo, Paraguay

i Jorge Mendoza García, Revista Somepso

ii Vázquez, F. (2001). La memoria como acción social. Relaciones, significados e imaginario. Barcelona: Paidós.

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