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Tal vez porque somos de relativamente poca población, porque la concentración de la riqueza y el poder está muy acotada a sectores reducidos y su entorno inmediato, existe una muy marcada línea diferenciadora unos y el resto de los habitantes de ese “Paraguay profundo” marginado de las bondades del progreso, la educación, y las oportunidades que ofrece esta “aldea global” en que se ha convertido el planeta.
La reflexión viene a cuento de una situación que se dio aquí el pasado 21 de agosto, cuando un grupo de padres, docentes y alumnos de una escuela rural del distrito de General Delgado, Itapúa, llegaron hasta la dirección de supervisiones del Ministerio de Educación y Ciencias (MEC) para reclamar algo tan básico, pero que este Estado elefantiásico, que se devora miles de millones de los recursos públicos para mantener planilleros y paniaguados de toda laya, no les puede proporcionar: un rubro docente.
La falta de este recurso implicaría que los alumnos del tercer grado tendrían que caminar unos 10 kilómetros para asistir a clases en la escuela más cercana para no perder el año. O, en el mejor de los casos, terminar el periodo escolar en la modalidad de “plurigrado”.
Después de golpear todas las puertas sin una respuesta de los burócratas de turno, recurrieron a la última herramienta que les queda: salir a la calle a protestar y esperar que desde los niveles de decisión política y administrativa -aunque sea por vergüenza- canalicen alguna solución al problema.
Qué notorio contraste entre la situación de estos niños de ese “Paraguay profundo” y la del chofer de un senador nacional, el inefable Beto Ovelar, que accede a un jugoso rubro como docente para una escuela de donde es oriundo dicho senador.
Este ejemplo, minúsculo comparado con otros de mayor envergadura, traza esa línea de contrastes, de marginalidad y escamoteo de oportunidades al que una “clase” dirigencial abusiva y voraz somete al pueblo llano, y lo mantiene en su histórica e inacabable condición de exclusión y pobreza. Y así nos va.