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Asunción nació bajo el signo del espejismo. Sus fundadores levantaron una Casa Fuerte para que sirviera de “amparo y reparo de la conquista” en la creencia obstinada de que sería el punto de partida para escalar las montañas de oro y plata.
Los conquistadores se aferraban a la esperanza de adueñarse de la Sierra de la Plata. Todos los intentos habían fracasado porque no podían llegar hasta el sitio donde sabían, o suponían, que existía el fabuloso tesoro. Martínez de Irala, valiente, decidido, se puso al frente de un numeroso grupo de indígenas y españoles dispuesto a conquistar la esquiva fortuna, por la que se iban en suspiros y afanes. Y llegó hasta donde nadie había llegado antes por la ruta que se había trazado. Al fin, después de un largo, agotador, descomunal viaje, Martínez de Irala y sus hombres pisaron las estribaciones andinas. Pero sólo fue para comprobar que el Potosí -El Dorado de los sueños y los quebrantos- ya había sido descubierto y tenía dueños. El regreso fue doblemente penoso. La desilusión explotó enseguida y camino a casa destituyeron a Martínez de Irala del cargo de Gobernador.
Con los viajeros llegó la mala nueva a Asunción, ocupada en despilfarrar su energía en una revuelta, como tantas veces habría de repetirse en su historia. Se le repuso a Martínez de Irala pero los asuncenos no se repusieron de la desdicha de saber que nunca tendrían oro ni plata. La noticia llegó a la Metrópoli y el rey decidió olvidarse de su pobre y lejana Provincia. La abandonó a su suerte. No merecía ni un minuto de su tiempo afanarse por unas tierras donde lo único que brillaba era el sol agobiante.
Manuel Dominguez en “La sierra de la Plata y otros ensayos” escribió: En el Paraguay El Dorado robaba el sueño de la gente. El primer obispo medio enloquecido por las Amazonas y El Dorado juró en un sermón que iría allí. Martín de Orué escribió (…) “que los españoles del Paraguay buscando la laguna de El Dorado, han gastado su tiempo y consumido lo que había para la sustentación de la tierra”. Lo que no dice Orué -agrega Domínguez- es que caballeros de alta guisa que buscaban El Dorado acabaron por hacerse zapateros”.
Desde los inicios de su existencia -15 de agosto de 1537- Asunción sufrió las calamidades de la naturaleza y del hombre. En el mismo año de fundación “vino tantas langostas que el sol oscurecía y cubría toda la tierra y la destruyó, que no dejó cosa verde en ella...”. Cuando el proyecto de ciudad se expandía, el 3 de febrero de 1543 se produjo un pavoroso incendio que duró cuatro días. Se quemaron 120 casas, animales domésticos y granos que se guardaban para el consumo. La primera consecuencia fue el hambre.
Junto con estas y otras calamidades -como los raudales que arrastraban personas, viviendas y capueras- se padecieron los interminables enfrentamientos entre facciones rivales. Uno de los más serios fue la “herencia” de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca que dividió la Provincia entre “leales” -que eran sus partidarios- y “Comuneros”, que respondían a Martínez de Irala. Éstos se alzarían después contra los Jesuitas en feroces batallas que resonaron por todo el universo.
Aun con este abandono, Asunción se hizo cosmopolita. Movilizó sus fuerzas -que eran escasas- y su solidaridad -que era en exceso- para darse a la tarea formidable de sembrar ciudades y hacerse querer hasta el delirio.