Tarde, pero llegó

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) “concluyó que el Estado paraguayo violó los derechos de libertad de expresión del director del diario ABC, Aldo Zuccolillo, cuando en 2005 lo condenó por difamación a un político”. El castigo fue el pago de una multimillonaria suma de dinero a Juan Carlos Galaverna quien acudió a la justicia en demanda por su honor mancillado.

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En estos casos uno se pregunta ¿cuánto cuesta el honor de una persona? ¿cómo se lo dimensiona? ¿en qué balanza se pesa? Suele suceder que para el afectado su honor cuesta, por dar un ejemplo, cien millones de guaraníes; para el juez cincuenta millones y para quienes conocen a la “víctima”, ni un centavo. Está claro que el honor, el buen nombre, la estima pública, son para una persona su mayor tesoro, a veces el único, pero más valioso que una tonelada de oro. Ese prestigio moral no lo cambiaría por nada, le pone a salvo de vivir arrastrado a los pies de los poderosos, de mendigar favores indecorosos; si es político, de pasarse de un partido a otro, de un movimiento a otro, siempre en busca de un acomodo lucrativo. Son los tránsfugas que debilitan la democracia.

El político con honor es el que busca el bien común, no el bienestar de su entorno familiar; es el que le enseña a sus hijos el trabajo honrado y no que vivan, sin trabajar, del dinero de los contribuyentes.

En la tarea de combatir la corrupción, es posible que la prensa cometa errores, pero siempre será de buena fe. No es lo mismo, por caso, que un funcionario nombrado o electo, se “equivoque” al omitir en su declaración jurada de bienes valiosas propiedades cuyo origen, posiblemente delictivo, se busca esconder de la mirada pública.

El dictamen de la CIDH es contundente: se violaron los derechos de libertad de pensamiento y expresión. ¿Significa que una autoridad política está en desamparo frente a la crítica periodística? No, en absoluto. Lo que pasa es que esa autoridad, por ser tal, tiene sus derechos muy recortados frente a un ciudadano común que no goza de los privilegios de una persona pública. Ese privilegio incluye disponer a su antojo de los bienes del Estado, contratar o nombrar a correligionarios, parientes, amigos, sin ninguna preparación profesional para ningún cargo. Es a cambio de esta prerrogativa que sus derechos se ven disminuidos ante el común de los mortales.

La actitud de la CIDH es para encuadrar. Respalda con claridad –respaldada, a su vez, por una serie de normas legales– la libertad de prensa y expresión sin la cual es impensable la vigencia de la democracia.

En el punto cuarto, de cinco, la CIDH recomienda: “Realizar un acto público de desagravio al periodista Aldo Zuccolillo Moscarda, y se reconozca que fue víctima de procesos penales relacionados con información brindada en el marco de su labor periodística”.

En el fondo y la forma de esta cuestión es el antiguo problema de la prensa con los políticos. Nunca se llevaron bien por las intenciones que los dividen. La prensa quiere contar la verdad y los políticos, ocultarla. La prensa quiere sacar a luz los hechos delictivos, y los políticos, esconderlos o negarlos. Cuando esta labor periodística sufre la arrogancia y la injusticia de los poderosos, el caso llega a los más altos niveles donde se ignora, como ahora lo hace CIDH, la influencia política y se pide el reconocimiento de que el periodista ha sido víctima de procesos penales injustos.

No importa que este reconocimiento llegara tarde. La libertad de prensa y de expresión es para siempre. Los inconvenientes que sufre son pasajeros. La arrogancia de un político encumbrado en algún momento muere. La prensa se recompone con más fuerza para continuar siendo útil a la sociedad.

alcibiades@abc.com.py

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