El valor de una vida

Al caminar por la calle Iturbe se pueden observar cartones, frazadas, colchones y enseres que en medio del ruido y la suciedad hacen de cama a personas que por alguna historia de vida quedaron sin hogar. El frío pela, la lluvia parece congelar las caras, pero ahí se encuentran ellos, sin zapatos, tratando de soñar para escapar de la realidad.

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Qué difícil es ver esas figuras humanas encorvadas y llenas de hollín dando pasos en falso por las calles de nuestra capital. Algunas recorren arrastrando bolsas de latas y plásticos con la esperanza de lograr unas monedas para su sustento, o para el vicio.

Muchas líneas se han escrito sobre esta problemática en la que se tiran cifras y posibles soluciones que quedan en documentos que podrían empapelar la ciudad, pero tal vez terminan como papel reciclado que ellos mismos juntan y se convierten en los despojos de un cartón que apenas los abriga. La realidad nos demuestra que la efectividad de los proyectos y programas es casi nula.

Decenas de seres humanos se suman día a día a los que siguen en situación de calle, en la mayoría de los casos se volvieron dependientes a las drogas, otros han recurrido a la delincuencia, pero contados son los que pudieron salir de ese infierno y tienen la lucidez de contarlo tal cual es.

¿Qué pasará por la cabeza de esas personas que sienten todo el día el desprecio de una mirada? En cuanto a historias de rechazo y odio me imagino que deben afrontar más de las que pueden registrar o almacenar, e incluso ya deciden ignorarlas.

Debe ser difícil para una persona afrontar que tiene pocas posibilidades de escuchar una palabra de aliento, de sentir el aprecio de verdaderos amigos y menos aún de una comida digna en una mesa limpia.

Tal vez eligieron eso, o se vieron forzados a dejar sus hogares ante los estragos de la dependencia, pero siguen siendo vidas humanas que nosotros preferimos ignorar, o desentendernos porque “nadie hace nada”, incluso nosotros, los que criticamos.

A veces el valor real que le damos a una vida es tan relativo que nos conmueven más las historias de los animales callejeros que las de los propios seres humanos que pasan a nuestro lado con olor a orín y la mirada perdida masticando su bronca.

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