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La palabra “epifanía” quiere decir “manifestación”, o sea, Jesús que se manifiesta al mundo.
El Evangelio nos dice: “Encontraron al niño y postrándose le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra”. De ahí viene la costumbre de dar regalos en la fiesta de los Reyes Magos.
Analizando con más detalles, nos damos cuenta de que los dones que ellos ofrecieron al Niño Jesús son, por lo mínimo, extraños, pues a un niño de pecho se le regalan pañales, biberón y algún juguete.
Hemos de captar el sentido espiritual de los regalos: oro, porque este Niño es el Señor del mundo; incienso, porque Él es el Dios eterno, que toma carne humana; y mirra indica el dolor con que salvaría la humanidad, a través de la cruz.
Sea en Navidad, sea en la fiesta de los Reyes Magos, nosotros tenemos la tradición de intercambiar regalos los unos con los otros. En sí mismo esto no está mal, el peligro es ser atrapado por el exagerado consumismo y perder el significado de lo que se hace, evaluando solamente el valor intrínseco y el número de los obsequios.
La razón profunda es entender que en el Niño Jesús, Dios Padre nos ofrece el más lindo regalo, que es justamente su Hijo, que toma la naturaleza humana, vive como uno de nosotros para enseñarnos el verdadero amor y darnos fuerza para vencer la codicia y el egoísmo.
De esta forma, todo regalo, dado o recibido, debe tener una referencia al Gran Regalo del Padre, pues sin esto, nos hacemos vulgares compradores.
Muchas veces, entendemos que el valor mismo del presente quiere expresar cuánto el otro nos aprecia: si nos da un regalo barato, es porque no nos tiene mucho en cuenta, y al revés, también. Seguramente, es necesario superar esta mentalidad capitalista y entender el valor de las pequeñas cosas, la maravilla de los detalles.
Además, nos gusta especular: “¿Qué será que yo voy a ganar?” Sin embargo, hay que cambiar la pregunta: “¿Qué es lo que yo voy a regalar a Dios?”.
Preguntamos: ¿qué cosa va a interesar al único Señor del cielo y de la tierra? Seguramente, aprender la humildad del pesebre y evitar la hipocresía de Herodes, que decía que iba a adorar al Niño, cuando, de hecho, trataba de matarlo. Que nuestro regalo a Dios y al semejante sea una constante sinceridad de palabras y obras.
Paz y bien.