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Al amanecer del 22 de setiembre de 1866, la armada brasileña inicia el diluvio de bombas sobre Curupayty. Pronto se levantan inmensos claros en los tupidos bosques, envueltos en nubes de pólvora. Ni una voz, ni un ruido, nada que revele la vida humana más que esos estruendos que hacen temblar la tierra. Al mediodía, el almirante Tamandaré tiene la convicción de que sus acorazados ya habrían castigado lo suficiente a los defensores de una trinchera que le parece de fácil dominio, sobre todo por la relación de fuerza: veinte mil aliados contra cinco mil oponentes.
El comandante en jefe de las fuerzas aliadas, general Bartolomé Mitre, al recibir del almirante la señal de ataque, pone en movimiento la infantería de argentinos y brasileños entre pífanos y clarines, uniformados para un desfile de gala. Sale el primer grupo como para abrir paso al segundo pero queda hundido en el barro entre las balas de fusiles y cañones. Viene el segundo grupo con juncos y escaleras para subir a la trinchera, con el apoyo de una recia artillería, y desalojar a sus defensores. Como los primeros, también éstos se estrellan contra un muro endiablado en cuya superficie hay zanjas, y en las zanjas, espinas de corona y arriba, y los costados, la fusilería certera. Mitre no se resigna, sabe que los envidiosos jefes brasileños le miran, le miden, le pesan. También sus compatriotas. Ordena que más tropas terminen de una vez con los defensores y esa noche, como se habían propuesto, cenar en Humaitá. Pero todos los que se acercan a la trinchera enseguida llenan el aire de lastimeros gritos y riegan con su sangre las aguas del río. Desde su observatorio, es posible que Mitre, inspirado traductor de “La Divina Comedia”, traiga a su memoria el canto tercero de El Infierno: “En medio de las tinieblas que allí reinaban, se oían ayes, lamentos y profundos aullidos que desde luego me enternecieron. La diversidad de hablas y horribles imprecaciones, los gemidos de dolor, los gritos de rabia y voces desaforadas y roncas, a las que se unía el ruido de las manos, producían un estrépito, que es el que resuena siempre en aquella mansión perpetuamente agitada, como la arena revuelta a impulso de un torbellino”.
Ante este torbellino infernal, de sangre, de gemidos, Mitre ordena la retirada de sus fuerzas que pierden nueve mil hombres entre muertos y heridos. El ejército paraguayo pierde 54 hombres, también entre muertos y heridos. En su cuartel de Paso Pucú, el mariscal recibe los informes del general Díaz. El penúltimo despacho es el anuncio de la victoria. El último, el permiso para “rematar al enemigo” y seguirle en su huida. “Estamos en condiciones –le escribe Díaz– para otro triunfo mayor, posiblemente el definitivo. Están desmoralizados, perdieron muchos efectivos y armamentos. Creo, señor, que es el momento para glorificar a nuestros ejércitos”. El mariscal le responde con un lacónico “no”.
Pronto los argentinos se enteran de la desgracia de sus compatriotas. Se le culpa a Mitre de la tragedia y se organiza un movimiento nacional que pide el cese del comando en jefe aliado y el final de la guerra.
El mariscal ofrece un banquete para agasajar al general Díaz. En el brindis expresa: “Vuestro nombre, general, no morirá: vivirá eternamente en el corazón de nuestros conciudadanos”.
Es bueno recordar el pasado con la mirada puesta en el porvenir.