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No sé si hace bien el autor en dividir los cuentos en “isla” y “exilio”, aunque Zenaida, la protagonista de “Un paraíso bajo las estrellas”, uno de los mejores cuentos de una antología tremenda, una hermosa mulata, desesperada por salir de la “isla”, muere en el mar por llegar al “exilio”. Y quizás eso explique la falta de complicidad del escritor con la Revolución. Hay algo demasiado turbio y demasiado arbitrario en los “revolucionarios” para otorgarles una visión positiva.
El propio Manuel estuvo varios años preso por “salida ilegal del país”. Era un eufemismo. En el momento en que lo condenaron, en 1966, no había forma de emigrar legalmente de Cuba sin que te hicieran humillantes “actos de repudio”, o te echaran del trabajo “por traidor”. O te lanzabas al agua a lomo de cualquier cosa que flotara, con el riesgo de que te devoraran los tiburones, de que las lanchas patrulleras cubanas te apresaran, generalmente por un “chivatazo”, o formabas parte del círculo victorioso de quienes conseguían llegar a territorio de Estados Unidos.
En 1979, Manuel logró emigrar pacíficamente entre una riada de miles de opositores de todo tipo a los Estados Unidos. Eran los tiempos de Jimmy Carter y del primer deshielo con Cuba. Manuel C. Díaz tenía 37 años, pero los años pasados en Cuba no los desaprovechó. Era una esponja. Observó muy bien su entorno y la prueba es el libro que comentamos: once cuentos sacados del anecdotario cubano; once joyas literarias, pasadas por la ficción, esto es, con personajes y escenas inventadas, pero vistas, escuchadas, o sea, vividas intensamente.
Al llegar al exilio continuó luchando. Entonces tuvo que enfrentarse a un Estado que le hacía carantoñas al estalinismo. Una nación que merodeaba las editoriales y los diarios que publicaban reseñas o críticas. Lo “lamentable” era que Manuel C. Díaz estaba en el exilio. Escribir ficción, poesía o teatro es cosa de las izquierdas y un exiliado cubano, por definición, era un señor de derechas. Eso no comenzó a cambiar hasta el exilio de Reinaldo Arenas y de Heberto Padilla.
Cuba antes del 59 no se ocupaba de los escritores o de las personas relacionadas con la cultura. A la sociedad le daba igual que Lezama Lima o Paquito D’Rivera se murieran de hambre. Pero a partir de ese año la Revolución identificó un espacio para la supervivencia de la clase relacionada con las actividades culturales: alabarderos de la clase política. Heberto Padilla los describió exactamente en Fuera del Juego: “Le explicaron después/ que toda esta donación resultaría inútil sin entregar la lengua/ porque en tiempos difíciles nada es tan útil para atajar el odio o la mentira. /Y finalmente le rogaron que, por favor, echase a andar, porque en tiempos difíciles esta es, sin duda, la prueba decisiva/.”
La “Revolución” les demandaba la lengua. ¿Qué es lo que quería? La total entrega. El abrazo sin condiciones. Hubo una época, muy cercana, que ni siquiera existía la posibilidad de autoeditarse. La mayor parte de los autores escribían para las gavetas. No siempre dependía de la calidad. En muchas oportunidades eran magníficos poemarios, o libros de cuento, o novelas que no llegaban a ver la luz. La primera edición de Azul del nica Rubén Darío fue costeada por su autor. Ismaelillo del cubano José Martí sufrió la misma (mala) suerte.
Walt Whitman debió pagar por ver impresas Hojas de hierba. Los impresores le exigieron que pagara por adelantado las seis primeras ediciones, que crecían exponencialmente, hasta la séptima que fue impulsada por el escándalo: lo acusaron de “inmoralidad”. Eso lo salvó. La novena, publicada poco antes de morir, es la definitiva. En 1855 era un poemario menor con una docena de composiciones. En 1892 traía más de 400, incluido “El canto a mí mismo”, con cientos de versos libres (años más tarde traducido por León Felipe). Vale la pena leerlo.
El libro está cambiando de piel. Son cada vez más los autores que eligen la autoedición, incluso pudiendo elegir la otra, la convencional. Manuel utiliza “enzoftdesigns.com”. Pudo seleccionar al ingeniero Modesto (Kiko) Arocha de “Alexander Library”, como hicieron más de 100 autores antes que él. O a Marlene Moleón de “Eriginal Books”, la responsable de editar El reino de la infancia (Memorias de mi vida en Cuba), las primeras memorias de Uva de Aragón, un libro espléndido, lleno de fotografías, que es un homenaje al país en que la autora abrió los ojos.
Por eso me parece injusto juzgar las obras, en primera instancia, por dónde fueron impresas. Si hay algo que merece atención es un libro que puede y debe juzgarse por su contenido. Por ejemplo: Cuentos cubanos de Manuel C. Díaz. Créanme: es un libro excelente. [©FIRMAS PRESS]
@CarlosAMontaner