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La actuación de las instituciones en un emblemático caso de abuso infantil en una comunidad indígena es una muestra de que el acceso a la justicia puede ser ágil: en solo dos días se produjeron numerosas pruebas, se diligenciaron nuevos elementos probatorios y se dictó sentencia.
Si bien al principio, los miembros de la colectividad indígena experimentaron obstrucciones en el clamor por justicia. Peregrinaron 180 kilómetros para acudir al Palacio de Justicia para asistir al juicio en siete ocasiones, pero regresaron desilusionados a su hogar a raíz de las suspensiones.
Ante la odisea judicial de los nativos, intervino el defensor del Pueblo, Miguel Godoy, para revisar el expediente y pedir celeridad para el pueblo originario. El reclamo tuvo una resonancia que trascendió fronteras y desde entonces el trámite de justicia avanzó sin contratiempos.
La tardanza en la pronunciación judicial de por sí es motivo de preocupación, en cualquier caso. En especial cuando niñas nativas son las víctimas. Se trata de un grupo con triple vulnerabilidad: por su condición de mujer, niña e indígena.
Independientemente de la condena de 27 años al pastor evangélico acusado, los indígenas se quedaron con sensación de justicia porque su clamor fue escuchado y resuelto por las autoridades sin más postergaciones.
El desempeño que tuvieron los jueces, los fiscales y los auxiliares de justicia en la etapa del juicio oral es la misma actuación que la sociedad espera en cada caso y en todas las fases procesales. Sabemos que la demora es la regla y la prontitud, la excepción.
Esta práctica devuelve una esperanza de que la justicia pronta es posible. Su repetición y emulación en todos los estamentos serán la clave como uno de los factores que propicien la credibilidad en las instituciones.