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La condición del ignorante, del que carece de cultura, no siempre es un estigma que él se haya ocasionado. En no pocas vueltas la ignorancia del individuo o la sociedad resulta de las deficiencias educativas que, a su vez, proceden de una política de baja o nula calidad.
No en balde, a principios del siglo XX Cecilio Báez sostenía en El Cívico que “El Paraguay es un pueblo cretinizado por secular despotismo y desmoralizado por treinta años de mal gobierno”. Se refería al conjunto de gobiernos tras la Guerra Guasu. Conste que de aquellos gobiernos surgieron el Colegio Nacional y la Universidad Nacional, que dieron cumbres como los Novecentistas, entre ellos, la doctora Serafina Dávalos.
Pero el pueblo raso permaneció ignorante y fuera del juego del poder. Ni hablar de democracia. No había ciudadanos. Solo existían súbditos, es decir, individuos sujetos a la autoridad de un superior, por lo general tiránico, con obligación de obediencia.
Desde aquel tiempo a esta parte, los sistemas educativos, en una sucesión de gobiernos deplorables con sus excepciones, no han logrado instalar una cultura cívica que posibilitara la construcción de una democracia institucional consolidada sobre una ciudadanía consciente de sus derechos y sus obligaciones.
Durante el siglo XX, la política, salvo en algunos escasos períodos, anuló prácticamente esta perspectiva. Pasa que en el Paraguay la política es un constante absurdo; una permanente acción contraria y opuesta a la razón, algo que no tiene sentido, que raya de manera frecuente en el disparate. Y que sería divertida si no terminara por ser trágica al traducirse dicha política absurda en falta de educación, de salud, seguridad y dignidad ciudadana.
“Vinimos a contar lo que hicimos; queremos que la gente tenga más dinero en el bolsillo, y eso se consigue con honestidad, idoneidad, patriotismo, queriéndole a nuestra gente”, afirmó días pasados en Paraguarí un precandidato colorado. Y lo dijo, seguramente, sin que su rostro se pusiera colorado. Porque fueron los gobiernos carmesíes los que sostuvieron un sistema educacional que degradó aún más la instrucción escolar y despreció la formación ciudadana.
Como consecuencia tenemos a gente que ensucia la calle sin conciencia de su acción, ante una autoridad municipal ineficaz. Y tenemos la esfera política que demuestra en el Congreso su ignorancia vocacional.
La ignorancia le dolía a Camus, cuyo nombre lleva el emotivo premio que nos otorgó Uninorte a varios periodistas. En su novela “La peste”, afirmó angustiado: “A fuerza de esperar se acaba por no esperar nada”. Pero nosotros no debemos resignarnos ante la ignorancia. Hay un cambio de conciencia que debemos promover ahora para reemplazar en el 2023 a la máquina productora de ignorantes.