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Los proyectos que nos acercan al rico pasado de Asunción buscan hablarnos de los pocos edificios que se salvaron de la “modernidad”. Es importante saber de su existencia, pero también es bueno tener noticias de lo que hemos perdido para siempre, edificios y personas. Por lo menos de aquellos que se quedaron prendidos a nuestro recuerdo.
En un paseo distendido por la calle Palma, las personas mayores distraerán su memoria en este edificio donde funcionaban tales y tales cosas. Por ejemplo, en Palma y 15 de Agosto, un negocio que introdujo la novedad de gustar mosto con leche y medialuna. A la media cuadra, El Vertúa, donde los sábados reunía a las orquestas de moda. Los caballeros asistían con impecable traje blanco, de brin de hilo, que a la salida parecía un acordeón. Y casi en la esquina de 14 de Mayo, la librería Hening –no estoy seguro de que se escriba así– cuyo propietario conocía con exactitud el contenido de los libros que uno buscaba. También estaba, en la vereda de enfrente, el Bar Felsina, cuyas mesas de billar juntaban a los vagos de Asunción. Pero en las mesas, con un café delante de cuatro personas, se discutía a gritos sobre fútbol o se anunciaba un inminente golpe de Estado o cambio de ministros.
Bajando una cuadra, sobre Alberdi, estaba la fábrica de cigarrillos La Vencedora. Eran los tiempos en que los cigarrillos se fabricaban para el consumo interno, no para el contrabando. Y en la siguiente cuadra, en la vereda de enfrente, la ruina del que fuera el Club Nacional donde reinaba madama Lynch.
Paso por alto muchos negocios muy conocidos en edificios que ya no están o que han sido restaurados.
Las mismas personas que pasean su memoria por estas y otras casas, se acordarán de los personajes que dibujaban el paisaje asunceno. En la vereda del Felsina amaneció un día Stalin con su caja de lustrar zapatos, sus cuatro enormes cepillos, un timbre y su risa estruendosa. Le daban el nombre del dictador ruso por sus bigotes. El timbre usaba para avisar al cliente que debía cambiar de pierna o escuchar “servido señor”, al final de unas piruetas con los descomunales cepillos. En el mismo sitio, Papotín Recalde palpitaba el número ganador de la quiniela. Era infalible. Si apostaba al 325, venía el 226.
¡Y la esquina de Palma e Independencia! Allí se recortaba la imagen diaria del profesor González. Nadie sabía su nombre ni su edad. Todo en él era jovial y amable. En verano usaba un deslucido traje blanco y en invierno, uno más oscuro u oscurecido. Parte de su indumentaria, o de su cuerpo, era una guitarra que descansaba, la mayor de las veces, en alguna casa de empeño. Su corbata, un moño enorme, escondía la edad de la camisa pero no la suya. Ejecutaba mal la guitarra y cantaba peor, pero tenía el don de comunicar simpatía. Alto, atildado, con un rostro enjuto y pálido. Su risa fácil contrastaba con la mirada que parecía venir de una larga tristeza. Desde “su” esquina no dejaba pasar a una dama sin saludarla con un ocurrente y respetuoso piropo. La respuesta era una sonrisa o una carcajada. Nunca un insulto, que sería impropio ante la ponderación de una belleza, la mayoría de las veces inexistente.
Por las noches el profesor se reunía en el céntrico restaurante Germania con un grupo de amigos, bohemios como él, veteranos curtidos en la pobreza, sin renunciar a la quimera ni entregarse a la desesperanza. Tomaban café, a veces solo un asiento.
“Oga Experience” ayuda a conocer o reconocer los edificios. Naturalmente, no puede hacerlo con los personajes que poblaron las calles de Asunción pero son partes de nuestra memoria. ¿O nuestra nostalgia?