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Cada anécdota es la expresión de un gobierno bárbaro que no paraba en sus maquinaciones hasta anular a sus víctimas y someterlas a la más inaudita humillación. En esta perversidad los torturadores se divertían haciendo pelear a los presos.
El capitán Ortellado cuenta que había sido acusado, entre otros delitos, de haber robado armas y tenerlas escondidas. Supuestamente eran para tumbar a la dictadura. El juego de la pelea entre las víctimas era, bajo torturas, conseguir que el capitán Napoleón Ortigoza declarase que su compañero sabía dónde estaban las armas. Se los encaró en presencia de jefes policiales y militares. Ortellado negaba y Ortigoza afirmaba bajo la amenaza de que si no lo hacía volvería a pasar por los golpes, la picana eléctrica, la pileta con agua servida. A Ortellado también le hacían lo mismo para arrancarle información sobre hechos y personas. Con tal de tener por lo menos unos minutos de reposo del sadismo de los torturadores, Ortellado inventaba hechos y nombres.
El libro del capitán Hilario Ortellado tiene estos títulos: “Memoria de un oficial paraguayo –El Caso Ortigoza– El ejército paraguayo doblegado y humillado por el stronismo”. Es de RP Ediciones, año 1990. A este libro, imprescindible para conocer los excesos de la dictadura, se agrega hoy el de Alfredo Boccia “Crónica del cadete y del capitán”.
Copio este párrafo del libro del capitán Ortellado: “A alta hora de la noche fui llevado directamente a la cámara de tortura de la calle Ntra. Señora de la Asunción y Pdte. Franco donde, sin pregunta previa, se me sometió a la violencia de golpes y puntapiés hasta caer al suelo; allí me ataron de pies y manos y nuevamente a la pileta de agua sucia fui a parar. Cuatro a seis torturadores empezaron a apretarme bajo agua y otros tantos se turnaban en el azote en la planta de mis pies. Los gritos de insultos, que hacía cuando podía, los enardecía más a estos bárbaros. Pronto perdí el conocimiento y no sentí más nada, no se cuánto tiempo pasó, pero cuando me recobré a medias, estaba tirado en el suelo en un charco de agua con olor a excremento. Me levantaron a gritos y siempre la misma cantinela de “declare capitán o va a morir” repetida por varias voces distintas a la vez”.
Por este mismo trámite ya habían pasado el capitán Napoleón Ortigoza y los sargentos Escolástico Ovando y Regalado Brítez, con la acusación de haber sido los autores del asesinato del cadete Benítez y de un vasto plan subversivo. Ortellado estuvo en el calabozo hasta 1970 y luego confinado a Yaguarón de donde se escapó a Montevideo.
El libro tiene prólogo de Guido Rodríguez Alcalá quien nos dice: “A partir del 3 de febrero (de 1989 que marca la caída de la dictadura) muchas cosas se han hecho públicas, como las declaraciones de la madre del cadete Benítez, quien afirmó que a su hijo se lo llevó de la casa la policía, y no Ortigoza, y que la policía se lo devolvió a la casa, muerto”.
A partir de la confesión de la madre de Benítez es posible deducir, con acierto, que la policía sospechó, o tuvo antojos, de que el cadete sabía de alguna conspiración. Para sacarle nombres de los supuestos conspiradores le torturó hasta la muerte.
Por temor de que pase por los mismos padecimientos que su hijo, y seguramente amenazada, la madre recién pudo hablar cuando el país se libró de la dictadura. Pero ya era tarde. El mal estaba hecho.