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El político paraguayo es un pensador profundo. Pasa el día pensando, por ejemplo, a cuál de las binacionales enviará a sus hijos, sus parientes, su ex o sus amantes para que se ganen dignamente el pan de cada día con el sudor de sus asentaderas.
Nuestro benemérito es un individuo pleno de esperanza. Espera, por ejemplo, con ferviente expectativa la fecha en que le toca peregrinar hasta Mburuvicha’i Róga para el registro fotográfico inmortal con el Don y los muchachos, exhibiendo el dedo índice perforador, para que vean fiscales y jueces de la causa que le abrieron por haberse quedado con la plata de la merienda escolar. Una inicua persecución política que puede ser obstruida por ese oportuno retrato de contenido colectivo pero de uso personal. Una imagen, “esa” foto, vale más que mil pruebas en contra. Un documento inalterable —diría Fito Páez— de valor persuasivo ante nuestro sistema judicial.
El político paraguayo tiene sentimientos nobles. Siente una enorme congoja en lo más profundo de su corazón cuando, por ejemplo, debe traicionar al compañero, mudar de interna o caer en la ingratitud con quien le dio de comer cuando era pobre. Sabe que son comportamientos extremos, pero la unidad del partido está por encima de todo.
Ser político impone muchos sacrificios. Quién podría dudar de eso. Hay que andar simulando afecto por esos pobres infelices, tratando de convencer a la gente de que uno es decente, eludiendo escraches callejeros y tragándose el sapo de que a Calé le llega un mensalâo mayor que el que le llega a uno. La política es exigente y hay que sacrificarse hasta el heroísmo. No es fácil convencer a esos burros que rebuznan su resentimiento contra uno que para poder repartir a los más necesitados, sobre todo los correligionarios, hay que manotear únicamente los recursos del Estado, que para eso están. No se puede dejar de dar una mano a los amigos del partido, y para eso la mano debe frecuentar la lata.
Los políticos son, por lo general, seres incomprendidos. Pocos imaginan que la política es el arte de la paciencia. Hay que saber esperar la oportunidad para pegar el zarpazo y escalar en el partido, que para eso está: para permitir a los afiliados hacerse de algún dinerillo con el fin de servir del mejor modo a la insigne institución partidaria y, por ahí, a la nación.
Político no lo es cualquiera. Se debe tener vocación, pasión, dación y un gran amor a la plat… perdón, a la patria.