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El populismo ha revolucionado la política a nivel mundial. Podríamos decir que es un mal endémico en todas las democracias de Occidente. Es una pandemia que preexistió al COVID y que en gran manera sirvió para descubrirse a sí mismo en la pésima gestión de muchos gobiernos con acentuada marca en dicho mal durante la gestión sanitaria de la misma.
El populismo no es ilegal, habría que decir en primer lugar. Que un político suba a una tarima y desde allí prometa dar como un regalo lo que a los ciudadanos les corresponde como un derecho, no constituye en sí un delito. El gran problema de los populistas es un dilema ético del populista y de los electores: consentir que ser ciudadanos en repúblicas democráticas implica asumir la postura de esperar soluciones solo del Estado pervierte las instituciones porque convierte a las burocracias estatales en “facilitadores” de soluciones otorgadas como una dádiva cuando que la razón de ser de la existencia de la organización estatal es precautelar las libertades y hacer cumplir las concomitantes obligaciones.
Los seres humanos somos considerados personas porque somos lo únicos que somos conscientes que a cada derecho se corresponde una obligación. Es la base de toda sociedad civilizada.
Schkolnik lo resumía así viendo la situación de su país: “Hay dos Argentinas en eterno desencuentro. Una es el país de los que conciben la vida como un asunto de su propia responsabilidad y no reclaman otros derechos que los que emanan de su esfuerzo. Otra Argentina es el país de los que se consideran titulares de derechos y elevan la dádiva y la regalía a la categoría de principio de gobierno. El doctor Favaloro es un emblema del primer país; Raúl Castells, del segundo”.
Ahí es donde surgen movimientos como en nuestro país que pretenden culpar solo a la política por este problema. El filósofo tucumano afirmaba con claridad que los políticos — al igual que aquí — no están lejos del pueblo: “La verdad es que no están lejos de la sociedad. Parecen estarlo, pero no hay tal distancia entre los políticos o los dirigentes y la gente. Yo creo que no la hay. Fulanito o menganito diputado hacen lo mismo que yo, que cruzo en rojo los semáforos, que no respeto la fila, que miento, que engaño, que evado…”.
Así las cosas es momento de volver a poner los ojos en los principios liberales y republicanos que dieron nacimiento a nuestra República. La Constitución y las leyes existen para establecer una sola igualdad: la igualdad ante la ley. No existe posibilidad de otra igualdad porque los seres humanos somos intrínsecamente diferentes. “La ley debe ser como la muerte, debe alcanzar a todos por igual” decía Charles de Secondat, barón de Montesquieu.
Si renunciamos a nuestra libertad esperando que el Estado nos la regale a cuenta gotas, no esperemos que la nación florezca, sino mejor esperemos a que ésta agonice hasta su muerte.