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Luego de recorrer las calles principales de la capital departamental tristemente célebre en épocas pasadas por aquella expresión “caazapeño cuchillo largo”, seguimos viaje hacia el sur, luego de una nueva brevísima parada en Maciel, donde desde el momento de llegar y a partir de allí hasta casi llegar al empalme con la ruta 7 llaman la atención las enormes superficies reforestadas con árboles de eucalipto y paraíso.
Son detalles, algunos o muchos de ellos, que vemos y percibimos de manera distinta, debido ciertamente a la comodidad del vehículo con el que viajamos, pero principalmente por la carretera que estamos transitando. A los miembros más jóvenes de la excursión mucho de todo este paisaje les resulta monótono, o normal, no así a los que recorrimos estos caminos hace más de 20 años tragando polvo, empujando el vehículo para sacarlo del barro cada 500 metros y rogando porque no llueva en un par de días…
El camino de tierra roja se extendía casi interminable, atravesando vastos campos, bordeado a ambos lados de la ruta por alambradas a partir de las cuales los pastizales abarcaban hasta el horizonte, en donde podían verse las reses vacunas en manadas enormes y los caballos en grupos más pequeños. Y tanto los pastizales como los arbustos o pequeñas isletas de bosque bajo y ralo a ambos lados siempre teñidas de rojo, el rojo polvo de la tierra que se elevaba, revoloteaba y volvía a posarse luego del paso de cada vehículo o el accionar del viento. Miles de kilómetros de rutas de nuestro país eran así hasta hace unas décadas, tramos y más tramos de ruta colorada uniendo ciudades y pueblos, y a través de ellos se trasladaba la gente y también se transportaba –como se sigue haciendo aún- la producción nacional –novillos y vacas, soja, maíz, algodón, raja de madera, frutas- hasta las grandes ciudades y puertos de embarque sobre los ríos Paraguay y Paraná.
Si bien el territorio nacional no es demasiado extenso (por lo menos comparado con otros países), la precariedad de los caminos rurales y la poca extensión de rutas asfaltadas condicionó a los paraguayos por demasiado tiempo. La circunstancia de vivir en una localidad alejada llevaba implícito el aislamiento, tanto cultural como comercial, mucha producción se perdía por el camino mientras los costos se elevaban, y no precisamente para beneficiar el productor primario. Las familias se separaban, visitar a un pariente del interior –o viceversa- o al hijo que había ido a estudiar a Asunción era toda una odisea, por lo que, sencillamente, las distancias ya de por sí grandes adquirían ribetes gigantescos.
Desde luego que también nos asaltan recuerdos más que agradables: ¿Cómo olvidarnos de los viajes en las vacaciones a la estancia de algún pariente en el interior?, una verdadera odisea que se nos antojaba eterna, pero que se pagaba con creces por la experiencia de montar a caballo, tomar leche cruda recién ordeñada, pescar en el río o asar sobre las brasas un pajarito al que le atinamos –más por suerte que por puntería- con el rifle que nos prestó el tío, pasando por recoger los huevos recién puestos en el gallinero y jugar con las ovejitas.
Me vienen a la memoria la cara de desesperación de una señora quien, junto a su marido y un par de jóvenes, transportaban a un hijo gravemente herido en la carrocería de una camioneta y, llegando a una barrera en General Aquino, solicitaban a los militares a cargo poder pasar. Debemos recordar que los cuarteles se ubicaron siempre sobre las rutas, y llegada la “orden superior” se procedía a bajar la barrera, para impedir que los vehículos transitaran luego de las lluvias y deterioraran los caminos, o bien ante alguna alteración importante del orden público, medida que se levantaba cuando la ruta se volvía a secar –en el primer caso- o hasta tanto y cuanto se normalizara todo, que generalmente iba de la mano con algún apresamiento o medida similar. Recién cuando la desesperada madre tuvo la suerte de que intercediera por ella un personaje importante se dio la orden de ¡adelante! pudiendo seguir su camino.
Hay que haber viajado horas y horas por estos caminos de tierra del interior del país para valorar en su justa medida la concreción de obras viales que unen ciudades y departamentos por caminos asfaltados, o por lo menos empedrados. Hay que haber quedado “en clausura” por 24 horas o más, o empantanado hasta los ejes del vehículo a un costado de la ruta de tierra para entender la satisfacción que se puede sentir al conducir con comodidad y rapidez, llegando en tiempos imposibles de imaginar hace 30 años de Asunción a Concepción, o de Villarica hasta Coronel Bogado, pasando por Yegros, la ciudad de las diagonales, con claros vestigios del origen teutón de varios de sus fundadores y primeros habitantes.
Enormes esterales, con pajonales sobresaliendo en las zonas más profundas y anegadas, dan paso a zonas más altas, donde cambian el color de la tierra y la vegetación, predominando chacras con cultivos diversos; y esta secuencia de zonas bajas y altas se sigue dando hasta llegar a Yuty, sin cambiar demasiado hasta Coronel Bogado, donde festejamos el recorrido con un cocido buenísimo acompañado por unas chipas tan buenas que nos llevamos más “para el avío”.
El camino rural de tierra roja, originalmente robado al monte y levantado con cunetas a los costados en los esteros, seguirá siendo un símbolo de tierra adentro y adornará cuadros en nuestras salas, constituyendo una parte de esa historia próxima que, de ser dura y poco hospitalaria para nuestros padres y abuelos, tiene hoy connotaciones más románticas y de turismo rural. Pero el asfalto permite dar pasos agigantados al futuro y el progreso, más en el caso de nuestro país, en el que no está desarrollado el sistema ferroviario. Casi no hay puntos del territorio nacional a los que no se pueda acceder con relativa facilidad, quizás salvando algunos inconvenientes menores, pero no hay excusa para no conocer a fondo nuestro país, y dicho esto, solo resta desear a todos un ¡Buen Viaje!