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Pocas historias son tan movilizadoras como la del Economista estadounidense Thomas Sowell. Nacido en Harlem, luego de abandonar la universidad y servir en el ejército durante la Guerra de Corea, trabajó en los lineamientos generales de su pensamiento que desarrolló en las Universidades de Harvard, Columbia y Chicago y explayada en su cátedra en la UCLA.
El hecho de su ascendencia afroamericana generó un especial interés sobre su apego a las ideas libertarias que surgieron a partir su experiencia como funcionario del gobierno federal y de un origen que él mismo denominó como “marxista”.
Apasionado por las libertades de mercado, encontró que gran parte de la división políticas basada en los problemas ideológicos se originan por la atribución a un colectivo que piensa diferente, la causa de todos los males que se sufren en la sociedad.
Su invitación a una discusión basada en hechos y no en meras especulaciones, lo llevó a consolidar su premisa sobre el engaño que supone la anulación de la responsabilidad individual para imputar los problemas sociales a otros grupos que representan intereses diferentes.
Esta división entre “nosotros” y “los otros” sigue causando tremendas divisiones en nuestras democracias. Resulta sorprendente, por ejemplo, escuchar sobre iniciativas legislativas que plantean socavar derechos básicos como el de propiedad o del trabajo digno para “dar oportunidades” a sectores desfavorecidos. Esto nos debe llevar directamente a una reflexión sobre:
1. ¿Quién define qué sectores son más o menos desfavorecidos en una sociedad y cuáles son los parámetros para dicha clasificación? La determinación de estos parámetros trae aparejada la intervención necesaria del Estado, el cual casi nunca siempre responde a criterios técnicos u objetivos por la propia naturaleza de la conformación de de los gobiernos en democracia que están sujetos al voto y a la opinión pública. En nuestro país, por ejemplo, el Estado “malgasta” un equivalente al 3,5% del PIB (Esto sería más o menos el malgasto equivalente a todo un Ministerio de Salud)
2. La utilización del discurso de división que la “culpa” es del “otro”, tiene un enorme efecto sobre la ciudadanía. La sola diferencia de ideas que no se basan en procesos racionales, sino emocionales complementados con un discurso de culpa u odio son el germen perfecto para la descomposición de la convivencia y la renuncia a la autogestión aguardando que “alguien” — que no soy “yo” — se presente a “corregir” estas asimetrías.
3. La “causa populista” entendida esta como aquella manipulación de masas tendiente a validar la falsa hipótesis de que quienes tienen más recursos son los culpables de la pobreza en las sociedades donde este último mal sigue azotando con fuerza o que los inmigrantes son los únicos responsables del crimen en sociedades más avanzadas, nos impiden afrontar con solvencia un reto mucho mayor y al cual no escapa una sola sociedad a nivel global: la corrupción.
4. La falta de un abordaje serio a los problemas de corrupción ha convertido a las democracias en un sistema de dudosa validez asumiendo que es la forma de gobierno el problema y no sus agentes. Además de destacar la sumisión al poder político de los sistemas de justicia en países que, como el nuestro, aún lidiamos con el fortalecimiento institucional y la censura social de quienes incurren en tales prácticas.
Suponer que toda riqueza es malhabida y enunciarse en tal sentido, es dispararnos a los pies, ya que como toda generalización es odiosa y como forma de hacer política se convierte en tramposa. Los partidos políticos deberían generar para ello el reaseguro de la vida democrática pero su deterioro no ayuda a sanear los cargos de personas no incorruptibles — no hay vacuna contra la corrupción — sino sujetas a un escrutinio permanente, ya que la opacidad es a todas luces el caldo de cultivo ideal para que gobernantes que ensalzan las virtudes de mercado por un lado y la necesidad de cambios sociales por el otro, se pasen discutiendo en la agenda pública por cuestiones accesorias a la principal: necesitamos sociedades honestas. Los ciudadanos tanto en el sector público o privado podrán fallar pero los sistemas de partidos deben guardar la práctica del ejercicio de libertad como la bandera más importante a levantar en cuanto las disputas por alcanzar el poder.