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Así sonó esta semana el ministro de Obras Públicas cuando quiso explicar el caso de la pasarela de Ñu Guasu o, aún más, el ministro del Interior que se vio esta semana obligado a escandalizarse de sus propios subalternos, cuando unos policías secuestraron y extorsionaron a turistas brasileños.
No son los únicos. Así suenan un día sí y otro también el ministro de Salud y sus subalternos; también da esa misma impresión el ministro de Educación cada vez que está ante un micrófono, porque ni siquiera parece estar al tanto de las catastróficas mediciones de calidad educativa y lo mismo se podría decir de otros muchos funcionarios de alto rango.
Por supuesto tiene lógica y ocurre en cualquier organización, ya sea pública o privada, que la cabeza visible no se puede ocupar de todas las actividades y, una vez diseñadas las políticas y tomadas las decisiones, necesita delegar la realización específica de las actividades en personas que, para hacerlo bien, han de cumplir dos requisitos: ser idóneos y confiables.
El problema es que en nuestra administración pública los cargos no se designan ni por la idoneidad ni por la confiabilidad, sino por otros criterios que tienen que ver con clientelismos, pago de favores y afinidades políticas o personales. A lo anterior hay que sumar que, a decir verdad, ni aquellos que son eficientes y honestos son premiados, ni los que son ineficientes y deshonestos son castigados, así que toda la cadena organizativa de las instituciones, más tarde o más temprano, será extremadamente inoperativa y corrupta.
Es así como los funcionarios de alto rango terminan en nuestro país por precipitarse en un cenagal de desprestigio; porque ya sean o no ellos mismos corruptos y torpes terminan por apañar y justificar torpezas y corruptelas, apareciendo así al menos como cómplices y encubridores, cuando no como principales culpables.
Hace algunos meses el ministro de Salud y sus viceministros obtuvieron el respeto y el respaldo de los ciudadanos, solo para perderlo prontamente en una catarata de compras fallidas, promesas incumplidas y funcionarios torpes, corruptos o ambas cosas, que recibieron apoyo en lugar de castigo.
Llegó a hablarse de Mazzoleni como posible candidato colorado a la presidencia, pero mucho me temo que hoy por hoy no tendría el respaldo de su partido y, desde luego, ya no sería en absoluto atractivo para un votante no colorado, sino más bien un espanta votos. Algo similar le está ocurriendo al ministro de obras públicas (del que también se habló como “presidenciable”) que rápidamente está entrando en la misma resbaladiza pendiente de acelerado desprestigio, a causa de las denuncias de ineficiencia y sobrefacturación.
Hace ya algunas semanas escribí en este mismo espacio que la ineficiencia y la corrupción se han enquistado en la administración pública hasta el punto de independizarse de sus autoridades; pero en la medida que esas autoridades no quieren, no pueden, no son capaces y ya ni siquiera intentan extirpar ese quiste, son responsables y cómplices de los hechos, aún en el caso de que no hayan participado directamente.
Casos como los sobrecostos de la dichosa pasarela o episodios vergonzosos de torpeza e incapacidad de gestión y falta de autoridad para tratar con las empresas concesionarias, como el caso del billetaje electrónico, pueden convertirse en una tumba muy profunda para el prestigio personal y las aspiraciones políticas.