Buenas costumbres

Ha fallecido el dos veces presidente del Uruguay Tabaré Vázquez luego de una larga y dolorosa lucha contra el cáncer. Hombre de vida sencilla, médico de profesión, ha honrado la máxima magistratura en un país donde todavía se honra a la austeridad y a la decencia en la función pública. ¿Porqué aquí no pasa lo mismo?

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El filósofo español José Ortega y Gasset afirmaba “Quien en nombre de la libertad renuncia a ser el que tiene que ser, ya se ha matado en vida: es un suicida en pie. Su existencia consistirá en una perpetua fuga de la única realidad que podía ser”. Es así que esta frase puede recordar la integridad del ex presidente uruguayo, quien siendo miembro del Partido Socialista y en contra de una posición de su propio partido decidió vetar la despenalización del aborto por creer él en que esta posición era contraria a lo que sus principios como médico y ciudadano le dictaban.

Quizás por estas posiciones, pese a que esto lo llevó a renunciar a tu afiliación política, lo volvieron a convocar para llegar en las postrimerías de su vida a dirigir a la nación oriental por un segundo mandato pese a la precariedad de su salud y a los sacrificios que un enfermo oncológico debe soportar.

El actual Presidente Lacalle, a minutos de conocer su deceso, expresó sus condolencias a sus deudos y destacó la enseñanza que le había dejado conducir una transición y haber tenido un relacionamiento cercano con Vázquez.

Mucho miramos con no poca envidia este trato cargado de decencia y de contenido ético entre figuras que podrían perfectamente haber hecho prevalecer sus diferencias y sus distintas formas de ver la vida desde ideologías diferentes.

Sin embargo, los políticos electos por una sociedad, no son la causa de sus virtudes o vicios sino la consecuencia de ellos. Es así que, con todas las limitaciones obviamente que puede tener la sociedad uruguaya como cualquier otra, ésta aún reconoce la virtud en aquellas personas a quienes les ha tocado en suerte el difícil oficio de la política. Aún saben destacar las virtudes de quienes lo han intentado sinceramente aunque sus resultados no hayan sido óptimos y saben castigar — social y legalmente — a quienes traicionan esa confianza.

Lo mismo ocurre con sus periodistas quienes hacen una distinción clara entre quienes, aunque no llegan, procuran. Pueden destacar sin prejuicios la virtud de aquellos que se han bajado a la cancha y con un dejo de dignidad no han podido conseguir la victoria. Lo mismo ocurre con sus líderes sociales y referentes gremiales.

Por eso la sociedad uruguaya tiene una dirigencia política que — con todos sus vicios — es austera y pujante. Puede renovarse pese a las limitaciones de de generaciones que al igual que los demás países en occidente, desprecian a los políticos y a la política en general. Sencillamente porque dentro de todo lo que les toca vivir, comprenden que su democracia apunta a su futuro y no a ajustar cuentas sobre su pasado.

“Se dice que la sociedad se divide en gente que manda y gente que obedece; pero esta obediencia no podrá ser normal y permanente sino en la medida en que el obediente ha otorgado con íntimo homenaje al que manda, el derecho a mandar...” señala el filósofo español en su “bosquejo” llamado “España Invertebrada”.

¿No será que hemos dejado de admirar a los demás por el solo hecho de sus logros personales? ¿Es la envidia un silencioso cáncer que atrofia nuestra vida social y por ende nuestra democracia? Esta pregunta la hice semanas atrás: ¿A qué paraguayos admiramos los paraguayos y porqué?

A días de que el astro argentino Diego Maradona haya dejado este mundo causando tanto tumulto como era de esperarse, quedó en claro que la mayoría de la Argentina lo admiraba como a un Dios. Y así lo despidieron. ¿Porqué? No lo tengo muy claro. Pero sí tengo claro que deseo saber con mucho ahínco a quien admiramos los paraguayos y porqué. ¿Ya no admiramos las buenas costumbres? Desde decir “por favor” y “gracias”, hasta el honor de ganarse el pan con el sudor de la frente...?

Si hemos perdido la capacidad de admirar el esfuerzo y éxito ajenos, lentamente nos alejamos de los méritos como motor de una nación. Y si no nos queda el mérito, el riesgo latente es que lo suplante el pensamiento único. “Otro” pensará y decidirá por nosotros.

Que no nos pase... ¡otra vez!

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