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Debería tratarse, pues, no de subirse el sueldo ni de dar más dinero a los amigos, sino de confrontar las necesidades y los intereses de los diversos sectores y áreas de actividad para negociar un equilibrio entre ellos, diseñar y financiar las políticas públicas que los afectarán. Deberían negociar, pero no negocian; deberían equilibrar, pero no equilibran; sino que tienen en cuenta solo intereses sectoriales y es por eso que “negociar” ha devenido en nuestro país una mala palabra.
También está en el horizonte la importantísima y siempre conflictiva negociación del tratado de Itaipú con Brasil, en la que se entrecruzan inevitablemente conveniencias económicas, criterios pragmáticos y sentimientos nacionalistas. La experiencia más reciente de la que se conoce popularmente como el “acta entreguista” ha exacerbado las suspicacias al respecto.
La generalizada desconfianza en nuestra clase política y la fragilidad de las instituciones que administran han hecho que toda negociación sea, de antemano, percibida como un negociado, una oportunidad de enriquecimiento ilícito. Evidentemente, hay buenas razones para ello; pero resulta especialmente problemático si se piensa que negociar es la base del Estado de Derecho.
Los estados autoritarios no negocian, imponen. En las democracias en cambio todo se negocia: el gobierno con la oposición, las bancadas parlamentarias unas con otras, los distintos movimientos internos unos con otros. Fuera de la política también es así: negocian los actores económicos unos con otros, los diversos sectores sus conflictos de intereses, etc. Quizás por ello nuestro país está aún a medio camino entre la democracia y el autoritarismo.
Hay, en realidad, en el Paraguay actual dos grandes problemas cuando se plantea una negociación; el primer inconveniente es que en cualquier negociación se consigue algo a base de renunciar a alguna otra cosa en favor de la contraparte; pero acá todo se ha radicalizado y nadie se conforma con menos que conseguir todo, sin conceder nada.
A consecuencia de esa radicalización de posturas se produce el despropósito que cualquier negociación exitosa termina con los negociadores de ambas partes, percibidos como traidores por lo que cedieron; mientras que los que fracasan son aplaudidos por su “firmeza”.
Sin embargo, el mayor problema está en otro orden de cosas: la desconfianza en los negociadores de la clase política (casi siempre justificada, a decir verdad), que ha terminado por transferirse a las negociaciones mismas que, hoy por hoy, por razonables y transparentes que fueran, están inevitablemente siempre bajo sospecha.
Como consecuencia de este colapso de la capacidad de negociar, la situación que enfrenta el Gobierno y, en consecuencia, que sufrirán los ciudadanos, es la siguiente: tendremos un presupuesto desastroso y sean cuales fueren las propuestas que los negociadores del Tratado de Itaipú lleven para proponer al Brasil, nadie las considerará honestas y mucho menos satisfactorias… Uno más de los callejones sin salida al que la ineptitud y la corrupción están llevando a nuestro país.