Rescatar una vida en Los Ángeles

Jessy Pérez (nombre ficticio) fue violada por su padre desde que tenía seis años. Su madre, lejos de protegerla, la culpó del abuso. A los ocho, huyó de su casa junto a su hermano mayor, de 13.

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Muerta de hambre, golpeada y abusada, pidio “perdón” a su madre para volver a casa y tener algo de comida y abrigo. Su hermano siguió en las calles. Cuenta que murió en un enfrentamiento entre pandillas poco después.

A los 14, Jessy ya era una experta en alcohol y drogas. Adicta al meth y la heroína, había pasado por todo. “Yo creía que me azoten o que me golpeen en la cabeza era algo normal, que pasaba en cualquier familia y que así debía ser”, relata al recordar el nivel de distorsión que vivía en su casa.

Por eso, la “ganga” (la pandilla) se convirtió en su refugio.

En las gangas, las niñas no deben llorar. Te protegen y todos trabajan para sus pares. “Trabajar” es, en realidad, hurtar, robar, distribuir estupefacientes, asesinar si un adversario amenaza a alguien de tu tribu.

Cuenta que se metió en problemas -no da mayores detalles- y fue detenida, alguien le habló de Homeboy y el padre Gregorio. De vuelta en las calles, el hambre y el frío la animaron a llegar hasta el otro lado de la ciudad, sobre Bruno Street, cerca del Barrio Chino. El padre Gregorio le dio la bienvenida. Ella cuenta que al principio, no le gustaba para nada, excepto la posibilidad de comer tres veces al día.

“Pero eran amables, como yo no conocía que se podía ser- relata Jessy- y entendí que si trabajaba, si aportaba ayuda, podía ganar la comida. No es fácil, ni gratis: hay que lavar retretes, limpiar los pisos, sacar la basura... entender de a poco, el valor del trabajo”.

Jessy fue amenazada por su pandilla por la proximidad a Homeboy, pero especialmente, porque allí conoció a otro pandillero que buscaba redención y que hoy es el padre del bebé que espera.

“Me agarraron en la calle, me amenazaron que me matarían si volvía al local o si veía a mi pareja. Y allí entendí que yo no les importaba, que lo que importaba era que trabaje para la droga, que les sirva para robar o matar. Y me tuve que pelear con la ganga, con mis hermanos y mi familia, pero aquí estoy”, concluye.

Al momento de hablar con nosotros, un grupo de periodistas latinoamericanos que visitó Homeboy en el marco del Programa Edward R. Murroy para periodistas, organizado por el Graduate School y el departamento de Estado de los EE.UU, Jessy tenía 6 meses de embarazo. Se le habían retirado los tatuajes, que son los sellos de marca de las pandillas. Cuenta que cada barrio, cada zona de la ciudad, tiene su propia marca, a fin de diferenciarse en las “guerras” en las calles.

Ahora ya no quiere tatuajes, ya no consume drogas. Quiere un trabajo estable, una oportunidad de vida.

“Seré completamente diferente a mi madre -asegura- cuidaré a mi bebé, le daré de comer, le haré caricias, ningún hombre o mujer le tocará si no quiere y menos siendo un niñito o niñita. Y eso le debo a la rehabilitación, a Homeboy y al Padre Gregorio”.

Jessy tiene sólo 20 años. Y asegura que todo lo hará en homenaje a su hermano mayor, muerto a los 13 años en las calles de Los Ángeles. “Lo haré porque su muerte no le importó a nadie. Haré que mi vida sí importe, le importe a mi pareja y a mi hijo”, nos confiesa. Al despedirnos, su determinación nos convence. Sabemos que lo logrará.

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