Julio Correa: el legado imperecedero del padre del teatro en guaraní

En la mañana de hoy se realizó un homenaje al padre del teatro en guaraní, Julio Correa, la comunidad cultural se reunió para rendir un sentido homenaje al gran dramaturgo, considerado el padre del teatro en guaraní. El evento, que reunió a destacadas personalidades del ámbito artístico y literario, fue una oportunidad para recordar y celebrar el legado de este ilustre creador.

Entrega de una corona de laureles al monolito erigido en honor a Julio Correa.
Entrega de una corona de laureles al monolito erigido en honor a Julio Correa.

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El acto tuvo lugar en la emblemática casona de Julio Correa, un espacio al que Julio Correa -hijo-, describió como un verdadero santuario de la cultura y el teatro paraguayo. Durante su intervención, el descendiente del homenajeado compartió recuerdos de su infancia, evocando las mañanas en que despertaba con la voz de su madre, Georgina, declamando poesías.

En el último año se realizaron reparaciones a la casona de Julio Correa.
En el último año se realizaron reparaciones a la casona de Julio Correa.

Uno de los momentos más destacados del homenaje contó con la participación de Moncho Azuaga, poeta y ganador del premio de literatura 2023. En su discurso describió a Don Julio Correa como una figura de dimensión universal cuya obra no tiene nada que envidiar a las grandes producciones del teatro mundial.

El poeta comparó a Julio Correa con el afamado dramaturgo Bertolt Brecht, sugiriendo que la obra de Correa en guaraní era equivalente a la de Brecht, traducida al alemán.

Hizo un llamado a la acción, instando a las instituciones y autoridades a continuar el legado del dramaturgo. Entre sus propuestas, destacó la necesidad de crear un elenco teatral nacional que lleve el nombre de Julio Correa y trabaje en la difusión del auténtico teatro paraguayo, así como la creación de una biblioteca que reúna la dramaturgia nacional.

Ganador del premio nacional de literatura 2023, Moncho Azuaga.
Ganador del premio nacional de literatura 2023, Moncho Azuaga.

El programa incluyó recitales de poesía y presentaciones musicales, ofreciendo a los asistentes una muestra viva del arte que el homenajeado tanto amó y promovió. Además, los participantes tuvieron la oportunidad de visitar el museo dedicado al dramaturgo, donde se conservan numerosos objetos personales, incluyendo su perro embalsamado, Pincho, testigo silencioso de la vida creativa del autor.

Se pueden observar elementos que utilizaba en vida el dramaturgo como un mortero, una maleta y una silla mecedora, entre otros.
Se pueden observar elementos que utilizaba en vida el dramaturgo como un mortero, una maleta y una silla mecedora, entre otros.

Como cierre del acto, representantes de la Gobernación Central entregaron una corona de laureles al monolito erigido en honor a Julio Correa, simbolizando el reconocimiento oficial a su invaluable aporte a la cultura paraguaya.

Entrega de corona de laureles .
Entrega de corona de laureles .

La relevancia de Julio Correa en la cultura paraguaya trasciende su obra dramática. Como señaló Moncho Azuaga en su discurso, Correa tomó como desafío vital “hacer valer la palabra para levantar ese ánimo tan castigado por la violencia interna, por las injusticias, por no ver más a su pueblo sometido a la esclavitud de la ignorancia”.

Este compromiso social le costó la cárcel, el desprecio y el olvido de muchas generaciones, pero su legado perdura y continúa interpelando la conciencia de los paraguayos.

La vida de Correa, marcada por la lucha y la creación, tuvo un final, narrado por su amigo Optaciano Franco Vera. En sus últimas horas pronunció palabras que resumen su legado: “Ñande verso, umí ñande verso cuera mante opytá” (nuestros versos, esos nuestros versos son los únicos que quedan).

Las horas últimas de Julio Correa, según escribió Optaciano Franco Vera

Me cupo ser testigo de su larga agonía y de su silenciosa muerte. La víspera del desenlace, fui llamado por Georgina. El enfermo se hallaba dormido. Y como si alguien le avisara de mi presencia se despertó a mi llegada. Me miró fija y tristemente.

Respiraba con dificultad. La desesperación del ahogo ponía una nota de enfado en los ojos. Luego volvió a dormitar un instante. Segundos después, moviéndose bruscamente, sin abrir los ojos, se irguió en la cama. Me hallaba fregándole los pies, que empezaban a enfriarse. Y él, saliendo del sopor que le causara la ingestión de un calmante, me dijo:

-Ivaí el puerto che. Ñande verso, umí ñande verso cuera mante opytá. Atento a sus palabras, continué frotando los pies doloridos. De pronto, mirándome con los ojos entornados, para reprimir su nerviosidad, me habló sin mayor dulzura:

-Anivéntema. El eyantema.

Es todo lo que de sus labios pude escuchar aquel maldito día. Mi egoísmo de querer verlo siempre vivo, me privó de comprender el significado nada oculto de aquellas palabras, que fueron las últimas brotadas de sus labios. Ni Georgina ni yo pensamos, por asomo, que en ellas iba el aviso de su pronta ausencia.

Volvió a dormir. La tarde había huido de la pieza y alojándose en las altas copas de los cocoteros. Va era casi la noche. Sali, conturbado, camino de mi casa, no sin antes de rogar a Georgina que, si lo creyese necesario, volviera a llamarme.

Cuéntame Georgina que en mi ausencia se había despertado el enfermo. Sus primeras palabras fueron:

-¿Y Optaciano? ¿Por qué se ha ido? Y cuando Georgina le ofreció la infusión de ciertas hojas, para tomarla de acuerdo con mis indicaciones, el enfermo se expresó, compasivo:

-¡Pobre Optaciano! ¡Pobre Optaciano! Nadie sabía pués, como él, la inutilidad de medicarse más. Si el facultativo que lo atendía, lo había abandonado sin remedio!

Era la medianoche. Siento que alguien golpea en mi ventana. Azorado, me levanto a abrirla. Y recibo contra mi rostro el viento helado de una noticia torturante: Correa está peor.

Junto al lecho, observo el rostro del enfermo. Lo había bañado una palidez calavérica. La respiración nasal había cesado.

Georgina, entontecida, me pregunta: ¿Cómo lo ves? No le veo nada -repliqué. Confieso que ni aun en aquel estado sospeché que Julio nos iba dejar. Sencillamente, estuve falto de razón frente a aquella objetividad terrible. Entre conjeturas e incoherencias, pasamos así cuatro horas, mejor cuatro siglos. ¡Cuánta zozobra! Cuánta angustia en aquella expectación!

Mientras, la muerte, incansable, seguía trabajando. Sobre la blancura de la sábana, la faz lívida del enfermo revelaba la lenta paralización de la sangre. La embolia avanzaba... Leves temblores en los labios denotaban los postreros escapes del aire, allá del fondo de los pulmones.

Nos hallábamos sentados en la cama; Georgina sosteniendo la bolsa de agua caliente y yo abrazándome al cuerpo del moribundo. De pronto, Georgina se levanta para renovar el agua y entra en la pieza contigua. Y en esto, Julio abre los ojos, de un azul ya desteñido, me lanza una mirada de ultratumba y deja caer sobre ella la noche de sus párpados, tal un apagador sobre la débil llama de una vela. Expiró en mis brazos, con las expresiones tácitas de una mirada muerta.

Aun conservo en mis retinas los rasgos fuertes y firmes de su rostro y la luz apagada de su mirada ya sin vida. Se había quedado con el mentón caído: signo de haberse roto el nudo de su existencia física. Sólo entonces, como despierto por un sobresalto, llamé a Georgina. La llamé, desesperado.

Cuando la vi, estaba ella sobre el cadáver, temblorosa por el sollozo. Pero, trastornada por el dolor, se deshizo del cuerpo yacente y se encaminó al corredor para gritar a los vientos su irreparable desgracia. Pincho, el animalillo de la casa, la secundó con un largo aúllo.

Tambaleante, salí a mi vez. Ya no hago memoria de lo que dije entonces. Habré balbucido de dolor, llorando, gimiendo... Sólo recuerdo que las últimas tinieblas de la noche se aferraban a los matorrales. La luz incierta de un lucero enviaba ya sus difusos rayos sobre la tierra. Eran las cuatro de la mañana. No más ni menos. Entramos. Y en mi delirio, dije:

‘Julio, Julio!

Fue en vano. El piloto de la tempestad se hallaba sordo en la isla del gran silencio. Mas, aquel silencio fue sólo un entreacto en aquella tragedia. Un momento más, y la voz multitudinaria del pueblo hablaba por él a la posteridad por todos los medios y en todos los tonos. Hasta aquéllos que se mostraron menos sensibles con él, seis años atrás, no hallaron suficientes epítetos para elogiar su talento.

Repito; fui testigo de la larga agonía de Julio Correa y de su muerte física. Dos años más tarde, al ser trasladado el féretro al panteón donde definitivamente yacen sus cenizas, volví a contemplar su rostro dormido; pero aun así vivo con la impresión de verlo en los relámpagos de sus iras y en las chispas de sus agudezas.

Lo imagino en su modo de andar impaciente, o en los momentos de coger la querida pipa, llenarla de tabaco, probarla si tira bien, encenderla, chuparla, atacarla con el dedo, chuparla nuevamente, fumando filosóficamente. También sus últimas palabras me suenan al oído, con esa modulación entonada con que él las pronunció:

¡Nuestros versos, esos nuestros versos son los únicos que quedan!

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