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Muy pocas personas saben de la existencia de este ser humano ni del motivo que lo llevó a la decisión de optar por una vida en soledad alejado de toda civilización y sin depender de inventos materiales. Es como si hubiera adoptado la máxima de que “lo esencial es invisible a los ojos”.
Según los lugareños, don Carlos llevaba una vida normal, tenía familia y un buen trabajo como tractorista -era considerado el mejor- hasta que un día con una tragedia su vida cambió radicalmente... su pequeña hija de 3 años fue mordida por una serpiente. A pesar de los esfuerzos por socorrerla, la niña no soportó y murió por un shock anafiláctico ocasionado por la mordedura. Su pareja lo culpó de la pérdida de lo más valioso de su vida y cayó en una profunda depresión. Un buen día salió de la casa y no se supo más de ella.
Carlos, quien acababa de perder a su pequeña hija y también a su esposa, decidió alejarse del mundo que lo rodeaba y de todas las personas que conocía. Se internó en el bosque donde encontró una cueva que convirtió en su nuevo hogar.
El descubrimiento
Con anuencia del propietario del terreno donde se encuentra la caverna, el señor David González, que había adquirido el inmueble de 20 hectáreas sin saber que un ermitaño se encontraba viviendo en el lugar, llegamos hasta el sitio.
González cuenta que un día, los vecinos le contaron que había un hombre que vivía en una cueva ubicada en su terreno. Averiguó y lo confirmó. “Lo encontré viviendo entre las rocas, no tiene nada, ningún mueble ni utensilios. Al principio intentaba hablar con él, pero ni siquiera me respondía. Una vez le llevé algunos alimentos, galletas y salame, y un termo para agua. Me respondió que no quería. Esa fue la primera vez que me habló. No obstante, los dejé en el suelo y me retiré. Al cabo de unos días volví a la cueva y encontré los alimentos en el mismo lugar en que habían quedado”, relata David.
“Me miró y me preguntó: Ndeiko la David González? Che ha’e, le dije. Egueraha jeýnte la nde cosa kuéra, me dijo. Tomé lo que le había dejado antes y me retiré”, cuenta David González, quien asegura que desde aquella vez dejó de ir hacia la cueva... “Dejé de molestarle, ya que seguramente tiene sus motivos”, manifiesta.
Contó que un día en que hacía mucho frío se vio tentado a volver al sitio. “El viento sur daba de frente por la cueva donde vive. Le dije a mi yerno que seguramente don Carlos está con mucho frío, voy a llevarle una manta para abrigarse un poco. Llegué a la cueva y él estaba haciendo fuego sobre la piedra... me acerqué y le dije que le traía algo para cubrirse. No me habló, bajé la manta al suelo y volví. Esa manta hasta ahora está en el lugar donde puse. La tela prácticamente se desintegró por el paso del tiempo. Okukuipa repokórõ hese”.
Una incógnita
No se sabe qué hace para alimentarse, posiblemente se vale de la cacería de pequeños animales, aunque hoy día con su avanzada edad eso se vuelve un tanto difícil.
David González cuenta que una vez lo encontró cocinando algo. “Ombopupu so’o (hervía carne), pero no sé de qué”. Refiere además que Carlos suele ir hasta la ciudad ubicada a 20 kilómetros del lugar caminando. “Una vez me crucé con él, tenía una bolsa sobre la cabeza. ‘Mba’éichapa don Carlos’, le dije y me respondió: ‘Iporã’. Nada más”.
La cueva está ubicada a unos 700 metros de la residencia y de las oficinas de David González, quien explota el predio como un sitio turístico. Para llegar hasta la cueva hay que cruzar a través del bosque por un terreno muy accidentado.
No hay siquiera un sendero por donde llegar hasta la cueva. Blas Cálcena, quien trabaja en el lugar, es el único que sabe cómo llegar a la cueva. A pesar de la corta distancia, la única manera de hacerlo es guiándose por los árboles y el sonido de las cascadas.
La familia de David González optó por dejarlo vivir allí y busca la manera en que, al menos, los visitantes no lo molesten. “Si quiere vivir alejado de todo, no seremos nosotros quienes le privemos esa posibilidad”, afirma Ruth, una de las hijas de David.
Cuenta que mucha gente pide conocerlo y que en la medida de lo posible prefieren que no lo hagan puesto que “el señor no molesta a nadie y no queremos que nadie lo moleste a él”.
gilberto.ruizdiaz@abc.com.py