En los últimos años, numerosos conductores han ido abandonando el oficio ante la inflexibilidad de las autoridades, que les prohíben acceder al núcleo urbano, y la dureza física que supone pasear a los turistas bajo el tórrido clima tropical.
Estas bicicletas adaptadas para el transporte de viajeros y mercancías llegaron a contarse por miles en las calles de Ho Chi Minh, pero solo quedan 300 en toda la ciudad y apenas una treintena en el centro, según datos del portal VNExpress.
A diferencia del rickshaw, presente en otros países de Asia, el triciclo vietnamita, inventado en los años 30, tiene el asiento de los pasajeros en la parte delantera, sin obstáculos para la visión, mientras el conductor pedalea detrás en una posición elevada.
Nghia, que lleva 30 años dedicado al oficio se queja de que la Policía les persigue sin tregua. “Van a por nosotros porque somos débiles. Nos han prohibido la entrada en 65 calles del centro y tenemos que escondernos de la Policía y meternos en callejuelas. Quieren aplastarnos como a insectos”, se lamenta.
Son muchos los conductores que han ido sustituyendo el chirrido de la cadena por el petardeo de las motos para ejercer de mototaxistas, pero Nghia se aferra a su ocupación y cree que a sus 68 años es demasiado viejo para cambiar.
“Soy un profesional, no todo el mundo sabe hacer bien este trabajo. Mis clientes siempre se quedan contentos. Y necesito el dinero porque la salud de mi mujer no es muy buena y debo pagar las medicinas”, explica.
Todas las mañanas pedalea hasta la zona más turística y deambula en busca de algún cliente que le salve el día. Sus reclamos, además de su natural simpatía, son una vieja revista vietnamita de 2003 con su fotografía y hojas de papel plastificadas con los comentarios escritos por sus clientes en distintos idiomas.
“Si tengo suerte obtengo 200.000 dong en un día (8 euros), pero llevo dos días sin un solo cliente. A veces pienso que no tenemos derechos, intentamos ganarnos la vida y nos aplastan. La Policía no nos trata con respeto”, protesta.
Nghia es uno de los últimos exponentes de una generación de conductores que fueron discriminados después de la Guerra de Vietnam por haber luchado en el bando perdedor y encontraron en el ciclo un medio de subsistencia.
Rondando los 60 ó 70 años y sin otra fuente de ingresos, se ven obligados a continuar impulsando sus viejos artefactos.
Nghia recuerda con amargura sus cuatro años en un “campo de reeducación” comunista al que fue enviado tras el conflicto por haber luchado en el bando proestadounidense. “Teníamos que talar árboles en la selva y solo nos daban de comer un poco de sopa o arroz cuando conseguíamos cortar el tronco”, cuenta.
Cuando regresó a la ciudad al inicio de los 80, su nombre figuraba en una lista negra que le impedía acceder a cualquier empleo en empresas públicas y no le quedó más remedio que alquilar un ciclo.
“Quería escapar del país en barco, pero no tenía dinero para pagarlo, tengo tres hijos. Aunque muriera, era mejor arriesgarse que vivir aquella vida. Había médicos con estudios en universidades europeas obligados a trabajar fregando platos”, dice.
Tras los difíciles primeros años, su situación mejoró a partir de los años 90, cuando el país inició reformas aperturistas, se terminó el embargo de EE.UU. y comenzaron a llegar más turistas extranjeros. “Yo tenía ventaja por saber hablar inglés”, apunta.
Fueron unos años dorados para él y sus compañeros, cuando el tráfico aún les permitía moverse con plena libertad y su exotismo seducía sin remedio a los turistas extranjeros. “Ahora a los turistas no les interesa tanto. Algunos conductores les timan y muchos no se fían de nosotros, tenemos que explicarles que somos honrados”, dice.
Ante las negras perspectivas, Nghia no sabe ni cuánto tiempo seguirán circulando los ciclos por Saigón, ni los años que él podrá resistir. “No sé cuánto aguantaré. Mi cuerpo parece estar bien por fuera -dice- pero está destrozado por dentro”.